Diario de un Estoico. Lo que el viento nos deja. Semana 40
M/29.L
La inmensa mayoría comenzamos el lunes como todos los lunes, temprano y con esa obsesión de cumplir con tareas y objetivos a los que uno se encomienda.
“La literatura no es un medio de vida, sino un medio de vivir.” Antonio Gala
Andaba yo por sexto de la EGB. El profesor de Lengua, don Abdón, un cura joven, con barba y pelo algo largo, a lo Jesucristo Superstar, nos mandó escribir una historia, de temática libre, de unas tres hojas de aquellos cuadernos de tapas azules, Centauro, y hojas cuadriculadas que todos teníamos exactamente iguales.
Recuerdo que me tiré toda la tarde escribiendo, en mi cuarto, sobre aquella mesa que se convertía al abrir una puerta del armario, entre la cama de mi hermano y la mía, feliz. Rellenando, sin levantar el boli, hojas y hojas con una historia que aunque intento, no consigo armar en mi cabeza. Sí recuerdo que mi objetivo era escribir la historia más larga.
Al día siguiente, orgulloso de mi trabajo, entregué al profesor, como el resto de compañeros, el cuaderno. Don Abdón no era de los profesores más duros. Creo que esa juventud le hacía mantener formas diferentes al resto de los curas.
Estaba seguro tendría una nota excelente, pero tendríamos que esperar hasta la clase siguiente para saber el resultado.
Al otro día el profe se puso a repartir los cuadernos, llamando a cada alumno por su nombre y diciendo en alto la nota que les había puesto. Se quedó con uno encima de la mesa. Era el mío.
Lo pensé, claro que lo pensé: ¿me habría puesto un sobresaliente? Seguro me pondría como ejemplo al resto de compañeros.
Moreno ¿puede subir a la pizarra? –me indicó, en pie, desde su mesa.
Me dio el cuaderno.
Lea su cuento por favor –me ordenó.
No llevaba más de dos páginas leídas cuando me arrebató el cuaderno de las manos.
Ahora, querido, voy a leer yo lo que ha escrito y como lo ha redactado –me dijo ya sin esa sonrisa suya.
Esto es lo que verdaderamente ha escrito su compañero, Moreno –comentó dirigiéndose a todos mientras yo, callado, permanecía en pie a su lado-. No ha puesto, en dieciséis páginas, ni cuatro comas ni más de cinco puntos.
Le voy a poner un insuficiente bajo porque se ha esforzado en la extensión, pero se merece un cero. No ha aprendido nada. Se puede sentar –terminó.
Tiempos aquellos.
Da igual lo que escribas. Escribe.
Cada línea, cada página que escribas cada día eres tú y tú eres tu obra de arte, tu creación.
Escribir te transformará. Cada cuaderno que rellenes, cada cuaderno que guardes, serás tú en la inmensidad de este universo.
No debemos hacernos pajas mentales. Debemos planificar y reaccionar de manera adecuada.
Confianza, fundamental. No tener miedo al fracaso y sí evitar la arrogancia frente al éxito.
Más allá de otro tipo de consideraciones, que no haré, me parece una estrategia audaz, valiente y digna de un tipo que lidera pensando única y exclusivamente en mantenerse en el poder a costa de lo que sea.
Ha pillado a todos con el pie cambiado. Ha roto el discurso sobre la derrota y moviliza a aquellos que con un ánimo bajo intentarán resarcirse de haber perdido.
Sin olvidar, claro está, que es una fecha de descanso y vacaciones con lo que, dependiendo quién, andará más preocupado en las chancletas y la sombrilla que en votar.
Así que cuidado con las confianzas excesivas.
Mientras mejor entendamos nuestros sentimientos, mejor nos entenderemos a nosotros mismos.
Volví a leer el texto hace unos diez años. En esta segunda lectura entendí que lo que realmente nos muestra es su lucha interior. El diario es el registro de un alma en una batalla constante. Es verdad que muchas veces la misma idea, pero es porque necesitaba decírsela una y otra vez hasta poder hacerla carne. Leyendo con detalle se visualizan fracasos y triunfos en esas luchas.
Su amor por los libros. Marco Aurelio amaba leer. Sobre todo libros de filosofía. Le fascinaba. Pero él entendía que su deber, como emperador, era el gobierno. En su diario resalta todo el tiempo una tensión entre el placer y el deber.
Cuando comienza el segundo libro, escribe: “¡Deja los libros! No te dejes distraer más; no te está permitido”. Obviamente no era malo leer filosofía, pero seguramente sentía que, al hacerlo, descuidaba lo que consideraba su obligación. Parece que hizo un gran esfuerzo por apartarse de los libros. Comenzó a darse cuenta de que esa “abstinencia bibliográfica” lo ponía de mal humor. Más adelante, escribe: “Aparta tu sed de libros, para no ser toda la vida un gruñón.” Primero intentó apartarse de los libros; después, de su deseo de leer. Quiso matar el deseo ni más ni menos porque ese deseo insatisfecho lo convertía en gruñón. No iba a ceder al deseo –eso ya estaba fuera de discusión–, pero no podía vivir luchando. Tenía que aniquilarlo de una vez para reconquistar la paz.
Como todo gran sabio estoico, Marco Aurelio era un experto en el dominio de las emociones. Pero parece que el deseo por los libros pudo más. No logró aniquilarlo. Solo la paz cuando consiguió integrar los dos aspectos que lo tenían siempre en tensión: la obligación de gobernar y el deseo de leer filosofía. Casi hacia el final de su diario, dice: “No te es posible leer. Pero sí puedes contener tu arrogancia; puedes estar por encima del placer y del dolor; puedes menospreciar la vanagloria; puedes no irritarte con insensatos y desagradecidos, incluso más, puedes preocuparte por ellos”. Describe el ideal del filósofo. Es decir: tal vez no puedas leer filosofía, pero sí puedes vivir como un filósofo. Vivir y gobernar como un filósofo. Esa es la clave: integrar. Al fin y al cabo, entre otras cosas, para eso leo filosofía. Y mucho más a Marco Aurelio.
La ansiedad me ha vencido esta mañana. No sé si por esos sueños que me hacen perderme en la noche hasta no saber qué es lo real o lo irreal, o simplemente que me están venciendo las circunstancias y eso sería preocupante porque estaría afectando a mi equilibrio emocional y salud mental.
No me lo puedo permitir, no lo debo permitir.
Lo cierto es que he superado los dos primeros escalones. Me falta el tercero.
Escribir me calma.
Almuerzo con el amigo J. Me genera tranquilidad. Juego mis cartas. He aprendido bastante, empatía y paciencia. No exponer preocupación o miedo, sí mucha tranquilidad y dar poca importancia a los hechos.
Jamás había hecho tanto uso de la templanza. Me hago mayor o más sabio.
Desde aquí contemplo asombrado, estoy en la décima planta del hotel donde me alojo, una Plaza de Cataluña que va despertando con algunas palomas y gaviotas que tímidamente van acercándose a buscar esas migajas que pudieran quedar de la tarde de ayer.
La imagen, desde este lugar, es espectacular. Todo desde arriba se ve diferente.
Para todo ha de existir una estrategia, y las estrategias se hacen, no se improvisan.
La cercanía la creamos nosotros. Cercano es quien para nosotros es cercano. También puede ser un objeto, un libro. Lo cercano no nos es indiferente. La vida es tan complicada que se nos hace difícil, las relaciones humanas nos ayudan a vivir mejor.
Ese propósito que nos motiva.
Atendía la jornada que organizamos en Barcelona sobre la Ley de Protección del denunciante, en un lugar habitual, el Espacio Francesca Bonnemaison que está ubicado en la calle Sant Pere Més Baix casi esquina con la Vía Laietana. Son callejuelas estrechas, algo degradadas, pero con una especie de sabor a lo antiguo, a escasos metros de la Catedral, en una de las zonas más transitadas, sobre todo por el turismo.
He salido a realizar unas llamadas de trabajo, que no podían esperar, y mientras caminaba de arriba abajo, metros arriba, metros abajo, de la calle Sant Pere Més Baix, sin separarme mucho de la entrada del espacio donde nos encontrábamos, de repente, a escasos metros de mí, unos gritos de una chica pidiendo auxilio, seguidos de otras gentes, me han asustado tanto que he girado la cabeza y he visto como un montón de personas gritando y otras abalanzadas en el suelo sobre alguien, como si de un partido de rugby se tratara.
En mi mano derecha el móvil con el que hablaba, en la izquierda mi iPad en su funda y frente a mí, de repente, un joven de origen árabe, corriendo a toda velocidad esquivando a otros, mientras detrás era perseguido a gritos por varias personas. Era un robo o intento de robo.
No sé por qué, ha sido inconsciente, he decidido, con mis manos ocupadas, ponerme en medio de su recorrido para intentar frenarle y detenerle.
Su envergadura era como la de mi hijo, su juventud y la velocidad que llevaba, me ha dado tal golpe que me ha lanzado sobre la entrada de una tienda que, por suerte, tenía la puerta abierta. El iPad y el móvil por los aires y mi cuerpo, mi cansado cuerpo, ha concluido en el suelo de tal manera que más parecía un portero tratando de parar un balón que un torpe currante trajeado.
Gritos y más gritos.
Una de mis amadas pulseras budistas tan desarmada como yo.
Una señora, poco más joven que mi madre, entre el alboroto, se ha acercado y me ha recogido el móvil intacto.
Metros más allá, otros ciudadanos, diría incluso, al menos de lejos, del mismo origen, retenían contra el suelo al presunto delincuente a gritos de “iros a robar a vuestro país, dejadnos trabajar”.
Estas personas, valientes, encima de cada uno de ellos, eran dos, los han retenido hasta que ha aparecido la Policía Nacional y, tras ser esposados, instintivamente todos los que estábamos por allí hemos aplaudido la colaboración ciudadana y, también, la asistencia de los cuerpos de seguridad del estado.
He vuelto a entrar en la sala y he comenzado a notar un intenso dolor en el muslo izquierdo así como en el codo derecho. El tipo me ha clavado la rodilla en la pierna y con la velocidad de la carrera no ha tenido que hacer mucho más para apartarme.
Comportamiento ciudadano ejemplar. Pero ¿y si en vez de simples delincuentes te enfrentas a otro tipo de personas? Ser consciente, inconsciente. Ser responsable. ¿Y si en del golpe, de la caída, te abres la cabeza?
En fin. Son reflexiones que, normalmente, se hacen después de actuar por mero instinto.
El instinto.
Los acontecimientos no es lo que nos hace perder el equilibrio, es cómo respondemos a lo que ocurre.
Desde bien pequeños, mis padres, nos educaron, enseñaron, aconsejaron, a ser independientes en lo económico; ganarnos la vida honradamente, casi cuanto antes, no para tener más sino para vivir tranquilos. Bien o mal, así lo hemos hecho. Ellos habían vivido otras penurias aunque, gracias a los abuelos, de comer jamás les faltó.
A mi hijo he tratado, trato, además, de inculcarle otros tipos de independencia: la de pensamiento y la emocional.
Pensar independientemente de lo que piensen los demás nos hace tomar nuestras propias decisiones aunque, en ocasiones, sean contrarias a las de la mayoría. Pensamiento crítico. No ser uno más de la manada.
Independencia emocional. No depender de estar validado constantemente por otro, ni depender de su afecto hasta el punto de sacrificar nuestra individualidad o bienestar. Aprender a valorarnos nosotros y por nosotros; aprender de nuestra soledad sin renunciar a la compañía y el afecto de los demás, pero sin depender de él.
Mi serenidad me viene en el silencio, en la lectura de textos filosóficos o religiosos, en la reflexión, en la escritura personal.
Es mi palanca para seguir adelante. Pero interiorizo lo que me rodea, lo que me sucede. Disfruto del momento. Lo consigo así, como en este momento que escribo en la cafetería, ajeno al tiempo.
El privilegio de poder mirar el campo, los cielos encapotados, en esta pequeña ciudad que me acoge cuando no estoy en Minaya.
Un líder es aquel que hace de mediador entre donde estamos y donde queremos estar.
Como decía el amigo emperador estoico Marco Aurelio “El impedimento a la acción avanza la acción. Lo que se interpone en el camino se convierte en el camino."
Me he formado en Psicología, en Coaching, en Inteligencia Emocional no porque me haya interesado, que también, sino porque era un complemento más a algo que desde muy joven me ha interesado: la mente y los comportamientos humanos.
Me he equivocado muy pocas veces con una persona. He sabido dónde estaban las grandes personas y dónde, bajo una falsa apariencia, los hijos de puta. Muy pocos, pero sí alguno, me han engañado. Y el que me ha engañado no ha sido porque no le haya dado una oportunidad de confianza, ha sido, simplemente, porque era más hijoputa de lo que pensaba. Daños colaterales.
Y digo esto porque a día de hoy, con los años, reconozco que todavía puedo sufrir algún desengaño más, pero si es así, que será, voy minimizando los daños: confío mucho menos.
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