09.12.2017... Fuego de diciembre!

Un hombre mayor, el tiempo en canas, se acerca a la barra del bar y, sin dedicar un saludo, como si lo hubiera hecho antes, se para a hacer comentarios sobre mi abuelo José María a mi padre.

Entonamos el café de medio día, tras la comida, y en una conversación que normalmente siempre es interrumpida, dejamos que el paisano se desahogue en recuerdos:

- Cómo albentaba tu padre, todavía me parece verlo.

Miro a mi padre y siento que los pensamientos se le marchan hacia atrás, buscando en el corazón el recuerdo de aquél hombre que fue el abuelo.

- Tú padre era fuerte como un roble, trabajador, bueno. Jamás una mala palabra a nadie. Trabajé con él, yo más joven, claro.

No sé por qué le vendría al hombre el recuerdo de mi abuelo. Habrá sido al cruzarse con mi padre, aunque físicamente no les encuentro mucho parecido. Pero los pueblos tienen estos momentos agradables, gratos. 

Es fantástico que la gente recuerde a los tuyos, y los recuerde bien, como verdaderamente fueron. Es cierto que las ciudades, deshumanizadas cada vez más, pierden estos momentos que solo en estos lugares, olvidados por muchos, engrandecidos por otros que sentimos que solo aquí eres capaz de encontrarte y recordarte.




Unos días en el pueblo. Pocos, demasiado poco tiempo.

Sensaciones, olores de campo, de tiempo. 

Comprobar cómo el sol tarda en asomar porque una inmensa niebla, a modo de burbuja, rodea todos los campos que bordean Minaya.

Es una época fría. No hemos superado los cero grados hasta que los rayos solares comenzaban a limpiar los hielos de los tejados. Pero es una época hermosa, cargada de esa belleza que simboliza, también, esos sobresaltos climáticos.

Son fechas de constipados y gripes. El cuerpo se ha habituado a las comodidades de la ciudad y olvida que el campo, en estos parajes en los que el viento agita el alma, busca los suspiros del día.

Justo frente a la ventana de mi escritorio, aquí en este rincón, todavía siendo cerca de las 10 h., se distingue una luna que queda elevada, como mirándome de reojo ya en su fase mínima, mientras vigila el sol que parece se retrasa y hoy se ha presentado con toda su gallardía.

Han sido días de frío, de nieblas, como ya he comentado, de fuego y de lumbre.

Me encanta el fuego; sus formas mientras va consumiendo las ramas, los troncos o esas cepas, hasta convertirse en la ceniza de lo que somos.

Ayer prendimos fuego a las ramas que mi padre había cortado del olivo, para darle fuerza y forma. Prendieron rápido y el olor, aceitoso, es inolvidable.

Luego, en ese ademán manchego, volvimos a la cocinilla de la casa, vino en copa, para terminar de quemar los troncos de leña dónde, en las ascuas, dejaríamos que la carne y unas patatas se hicieran.

Me paso el tiempo envuelto en mil pensamientos mientras contemplo el fuego. Cómo se exalta y emerge hacia el cielo para ir, poco a poco, apagándose... como la vida.

El fuego es uno de los Cuatro Elementos, junto con el Agua, el Aire y la Tierra. Elementos iniciáticos, por cierto.

El dominio del fuego es una capacidad que va unida en exclusividad al ser humano. De hecho determina el salto que nos diferenció del resto de los animales.

El fuego representa la sabiduría. El elemento fuego es uno de los regentes presentes en varias culturas. Se le señala el origen del mismo universo y de la humanidad. Presente siempre, también, en varias creencias ancestrales como el esoterismo y la masonería. 

El fuego es un elemento que ha concretado la superación del ser humano en diferentes niveles y ámbitos de su vida, desde el científico e industrial como el espiritual y religioso. 

Símbolo de carácter, vida, y deseo. El fuego permite ir más allá de las barreras. Símbolo del éxito y del liderazgo.

Para mi el fuego siempre ha tenido unos recuerdos que tienen que ver con mi infancia, en el pueblo. 

No recuerdo, de pequeño, ninguna casa sin una chimenea con fuego y luego con esas brasas, ascuas, que se utilizaban para meterlas en 'el fraile'.  





El Fraile, también llamado, en otros lugares, tumbilla, era una especie de cajón de madera, grande, abierto por los lados, en el que se introducía una lata llena de brasas. Se iba metiendo en las camas, completamente heladas, para irnos acostando según se calentaban las sábanas, humedecidas por el frío. 

Las habitaciones de las casas del pueblo, entonces, no tenían calefacción. El suelo, las paredes, todo estaba prácticamente a la temperatura exterior. Poco más. De la boca soltábamos vaho del frío que hacía pero… qué frío más añorado ahora, aun con tanta comodidad.

No recuerdo que me constipara más entonces que ahora lo hacen los críos o los mayores con muchas más comodidades.

Nos enfrentamos al diciembre pensando que termina el año, con más o menos destrozos mentales y más o menos objetivos cumplidos, con esas listas que en estas fechas comienzan a crecer con propósitos vitales que cumplir en los próximos.

Feliz noche...


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