Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 33
A/15.L
Sabían en cada situación lo que sí y lo que no hacer.
Una de las cosas que llevaban a la práctica es no sufrir problemas imaginarios concentrándose en el presente.
Todo lo sabes pero no aplicas en tu día a día aunque sí aconsejes a los demás.
Sabes que no tienes que hacerlo, que te lo tienes prohibido eso de abrir el correo del trabajo antes de ir a dormir el domingo en la noche. Pero ayer lo hiciste. Abriste ese maldito correo estando ya en la cama. Lo leíste y comenzaste a rumiar en tus pensamientos. Ya sabías, en ese momento, no dormirías bien. Tu mente comenzó a analizar las posibles respuestas. Lo que contestarías pero que debes contener el hacer.
La responsabilidad del gasto de lo público. La irresponsabilidad en el gasto de lo público. Cómo dejar tu opinión por escrito sin generar molestias o malos entendidos a nadie. ¿Por qué no dar una opinión que sabes es correcta?
Sabiéndolo… ¿para qué alterarse cuando tenga lugar?
Te quedas contento en esta mañana de lunes.
Ahora, cuando muy de vez en cuando pasas por esos locales a los que ibas antes, más por compromiso que por gusto, cuando ya no eres don y ese don se lo dicen a otros, simplemente te ríes y, en la mayoría de las ocasiones, te dejas invitar en una clara responsabilidad por lo que eres, pero también por lo que dejaste de ser.
Nuestros pensamientos son determinantes en nuestro comportamiento y nuestras acciones.
No terminaste tarde ayer aunque sí demasiado para esas horas a las que te levantas. Caminaste bastante, como te gusta. Las piernas te laten como si se hubiese bajado el corazón.
En la tarde de ayer hubo algún malentendido familiar. Tus frases, esas bromas tiznadas de gris, no se interpretan o la desconfianza no deja ver más allá. Eres un tipo absurdo, cada vez lo tienes más asumido. Dedícate a escribir y, aun así, es probable que tampoco se te entienda bien.
Te piensas si salir o no a trotar un poco. Hace algo de frío. No sabes qué hacer. Por otro lado estás cansado. Tal vez un paseo antes de cenar algo y luego acostar pronto sea lo más acertado. Al menos te lo pensarás otro rato.
Decidiste ayer ir a dormir pronto, inteligente. Mental y físicamente estás cansado, sin ganas.
Vuelves a Madrid esta mañana, antes de comer. Luego iréis a Minaya, A y tú, donde esperas habrán llegado, entonces, los padres. Un fin de semana que prevés agradable y descansado.
Lugar sagrado de silencios y costumbres; lugar de caminos y piedras. Lugar donde se entrelazan las raíces con las direcciones que se cruzan y pierden mientras te muestran la verdad: ningún camino es más ni menos difícil, solo lo es aquel que no nos atrevemos a recorrer.
Kika duerme a tu lado, A lo hace en su habitación. Sientes que has descansado, al menos has dormido las horas debidas, aunque en la noche has despertado varias veces con esas pesadillas absurdas.
El padre vendrá luego, en la mañana. Tenéis que quemar esa hierba seca e intentar colocar la parra, caída, que ya ha comenzado a brotar.
Te sientes bien, tal vez podrías decir que sientes uno de esos momentos felices que no sabes cuándo volverás a conseguir. En ocasiones piensas que los momentos de felicidad debes ir ganándotelos, por eso a lo mejor gozas de tan pocos, no habrás sido merecedor de ellos.
Sabes perfectamente lo que te quiso decir ayer A cuando te reprochó que de lejos, sentado, se ven las cosas muy fáciles. Sabes, porque le conoces, que disparó directamente a donde te duele. Sabes, así lo entiendes, que en parte lleva razón.
Admirar estos campos, ahora, es un momento único. Desear que fueran diferentes, que tu paisaje fuese mejor, rompería la magia de ese instante.
Solo deseas esa paz interior cuando te has atrevido a perderla o, simplemente, te han hecho perderla.
Y esa paz es la que quieres, es la que deseas y anhelas; y cuando llega esta época del año, se convierte en obsesión.
Has tomado café donde Jose y comprado la prensa que lees al sol mientras A estudia en ese rincón que te ha usurpado.
Escuchar el silencio.
Escuchar el viento, ese viento; los pájaros que cantan, esos pájaros; sentir desde dentro, ese adentro.
Caminar por el campo. Contemplar los cielos, como estos días, entre grises tapando esa inmensidad que apaciblemente descansa, ya verde, repleto de esas primeras florecillas amarillas. Cuando arrancas una de la tierra, hueles y estás sintiendo el mismísimo universo. Todo está conectado. Percibes el momento, el instante. El tiempo no existe, simplemente ES.
Esta época del año es preciosa. Esas espigas que ya levantan flexibles al viento, firmes en el suelo, duras en la trilla y haciendo el pan.
Los bailes de estas aves que campan a sus anchas por aquí, dibujando versos en el cielo de libertad y silencio.
Todo, si escuchamos, nos dice que la vida existe más allá de lo que queremos acaparar. Cada uno elige su destino y a veces hay que pararse, respirar, sentir, escuchar y cambiar de dirección para darte cuenta de lo que tienes o de lo que pierdes.
Hay cosas que no tienen precio, simplemente porque no lo tiene. Pero no todos valoramos igual las cosas ni todos pensamos lo mismo. Si fuéramos todos iguales posiblemente sería difícil la convivencia. De lo distinto siempre nos vemos engrandecido. Tan respetable es el silencio, como el ruido del asfalto.
Muy pocos comprenden que lo que realmente buscan no es algo material o físico, sino el AQUÍ y el AHORA, que ese ese instante en el que nuestra mente cabalga serena, por el camino, en silencio y no envuelta en futuros que no sabemos si vendrán.
Estar libre de miedo, de deseos, de todo aquello que nos genera frustraciones, sufrimiento.
Pensamos que todos deben caminar por donde nosotros caminamos, en la misma dirección, pero nos equivocamos. Cada uno toma su sentido. Acertado o no es el de cada uno. Igual que nosotros debemos de tomar nuestra propia dirección y no seguir siempre a la manada.
Estos caminos que transito están llenos de cantos, de piedras. Muestran simbólicamente esa dificultad del camino.
A veces tropezamos, pero no caemos. Y si caemos seguimos caminando aun con heridas en las rodillas.
Las dificultades te permiten crecer. No quejarnos, enfrentarnos a los obstáculos que nos ofrece el caminar.
Convencernos de que podemos hacer, de que podemos seguir, de que podemos llegar. Si estamos convencidos lo conseguimos, si no lo estamos jamás emprenderemos la marcha.
El crecimiento espiritual, por ejemplo, es un camino que exige voluntad de cambio, creer y crecer. Avanzar exige salir del estado de confort y comodidad.
Realmente no sabemos lo que queremos en la vida y ni siquiera nos paramos o nos sentamos en una piedra tranquilos a pensar en ese problema; nos dejamos llevar por el bullicio, el ajetreo diario, el qué dirán o el qué hacen los demás.
Cada día es un aprendizaje. Todo significa algo, simplemente hay que sentirlo.
Tener un propósito, un destino. Te hará siempre caminar en una dirección. Una misión, una emoción.
Sabes que los cielos de Minaya te envuelven, que pasarás por Madrid pero que dormirás en Granada.
Preferirías parar un poco. Podrías hacerlo, pero no quieres dejar huecos. Los huecos que se dejan siempre hay alguien avispado que los ocupa a la menor distracción y una vez ocupados por otro es dificultoso retornarlos.
El día de ayer con los padres, con tu hijo, fue mejor de lo que habías previsto. Simplemente porque nunca se debería esperar nada, porque nada es lo que se tiene y todo lo que nos venga de positivo es un alud de felicidad.
Te ilusiona volver a Granada aunque eres consciente que esta vez no te dará mucho tiempo para caminar la ciudad.
No se te ha hecho muy largo el viaje.
Comiste un bocadillo de pollo con una cerveza y unas patatas antes de sentarte. Como bien preveías, dormiste un rato. Algo de lectura, un café y cuando te has dado cuenta estabas en esta ciudad.
Lo de mañana no lo tienes muy claro. Es un ambiente universitario, totalmente académico, justo lo que más te motiva de tu trabajo. A ver cómo transcurre todo.
Si te centras mucho en los problemas, estos terminaran por paralizarte.
Afronta aquello sobre lo que puedas actuar. El resto déjalo que siga volando y no le des más vueltas.
Por un momento echaste la vista atrás, después, sentado en el porche. Eras un niño de familia muy humilde que vivía en el Madrid obrero, donde habían ido a parar tus padres tras trasladarse del pueblo; a trabajar mil horas él y a cuidaros y criaros otras dos mil la madre. Uno de esos niños que usaba jerséis hechos con agujas y lanas por la mamá o las abuelas. Esos mismos jerséis los llevabas hasta que pasaban al hermano con algún remendón. Llevabas ropas baratas, pero vestías bien. No tuviste unas zapatillas de marca hasta que pudiste pagarlas. La parca verde te duró unos inviernos, hasta que las mangas prácticamente te tapaban poco más del codo. Pero cómo te gustaba aquella parca de forro naranja y capucha enorme. Veías ‘Sandokan’ los fines de semana hasta que apareció, con la adolescencia, aquel ‘Verano Azul’ y comenzaste a soñar con lo que sueñan los críos a los que les queda todo por descubrir, porque ni se imaginaba, ni se sabía, de eso del internet que descubre las cosas antes de tiempo. Tuviste una Orbea mientras tus amigos, los más pijos, lucían las BH. Deseabas ir al pueblo cada fin de semana, cada verano, porque allí descubrías que las chicas, las del pueblo o las que venían también de fuera, eran más fáciles de enamorar, entre otras cosas porque en Madrid tus padres no te dejaban salir más allá de la esquina del barrio.
Ya no eres el mismo, por los años, pero tal vez en parte sí, porque sigues manteniendo aquella humildad heredada, la sinceridad infantil y la misma ilusión por volver cada fin de semana por tu Minaya.
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