Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 18
E/1.L – 2024
No he madrugado. No me acosté tarde, pero entre unas cosas y otras eran cerca de las tres de la mañana.
El día ha amanecido con una niebla que no deja ver los caminos.
La tarde de ayer fue tradicional, como todos los años, unos vinos largos con los amigos que comenzaron a media mañana. Un descanso para reponer y luego cena con la familia. La madre bastante constipada. Uvas. Besos, felicitaciones y vuelta a empezar.
Empezar, comenzar. Volver a Ser.
Abandonar la ignorancia.
Examinarnos cada día, los 365 días del año, es la manera de que no perdamos nuestro progreso.
Después de este calendario juliano se pasó al gregoriano (1582) que fue el que ajustó casi definitivamente al cronos ordinario y la Pascua al tiempo cómico. Años antes, la mayoría de los países cristianos, menos los británicos, habían aceptado el 1 de enero como día de Año Nuevo al coincidir con el solsticio del invierno.
Otros países o culturas que observan el calendario lunar en otras fechas el inicio del año.
Nosotros no dejamos de buscar un sentido al tiempo. Lo perdemos como esa agua que se escapa entre las manos. Pero estamos y, mientras estemos, vivimos y somos.
Así comenzamos el año.
La vi por última vez hace unos años. Me ha vuelto a envolver, en esta tarde, y dejarme saber que en este 2024 continuo siendo el mismo sensiblero que ayer, en 2023.
Lo mejor que podré dejar a mi hijo y a los que me conocen es mi propio crecimiento interior.
Dejar lo negativo y enfocar únicamente en lo positivo.
Olvidar todo lo que intentamos pero no pudimos.
Aprender a cerrar y ser felices.
Aquí estoy, en mi cafetería de siempre, más vacía que siempre, tras mi caminata y madrugón de siempre, iniciando el año como me gusta, en movimiento, trabajando y organizando.
Cuando esto ocurre quiere decir, es una señal, que no estamos manejando correctamente nuestros pensamientos.
En ese momento, en el momento en el que detectes que estás sufriendo por el futuro, detente, para.
Presencia. Si te das cuenta de que no estás presente, párate, siente la presencia.
No te dejes nublar por el futuro porque te inhibirá del presente.
Ante cualquier situación u hecho debemos hacernos un juicio. Pero debemos estar abiertos a cambiarlo si nos demuestran que hay razones para hacerlo. Si uno siempre está seguro de lo que piensa nunca aprenderemos de los demás.
Ayer, ese primer día laboral del año, debía ser eso, un primer día agradable, tranquilo. De hecho la mañana fue cálida. Almorcé con J para abrazarnos, motivarnos y planificar el año empresarial.
Decido ir pronto a casa, pero antes pasar por una de mis librerías favoritas, la del Círculo de Bellas Artes, Antonio Machado. Busco encaprichado, como suele ocurrirme siempre con los libros, la edición de Lumen de los ‘Diarios’ de la poeta Alejandra Pizarnik. “Están agotados -me responden-, solo aparece un ejemplar en una librería de Madrid”. Me dicen el nombre de la librería. Miro dónde está. Me pilla más o menos de camino, no tengo que desviarme mucho, así que voy en plan caminata.
Visito este nuevo templo, la librería Sin Tarima Libros, en esa búsqueda de ese libro que me apetece regalarme desde hace algún tiempo. Qué mejor que estas fechas. ¿Por qué? ¿Para qué? Porque siempre hay una excusa.
La encuentro en Antón Martín, calle Magdalena, cerca de Tirso de Molina. Una librería de barrio pero grande, céntrica y, como tal, hasta arriba de gentes comprando libros imagino que para regalar en reyes (me extasio). Bella, entre moderna, progre y castiza. Más parece un almacén de libros sin orden, pero eso le da un aspecto bohemio y romántico. Me ha encantado.
Consigo lo que quiero, feliz, y añado ‘El Reino’ de Emmanuel Carrére, otro de mis pendientes.
Al salir de allí entro en la cuenta de que me he dejado una pasta en los dos libros. Entiendo que no se vendan más, es un producto de lujo. El día que me muera a saber qué hace mi hijo con los miles que tengo, repartidos en todos los rincones que habito. A lo mejor lo más inteligente sería quemarlos conmigo. Hacer una pira gigante con todos ellos, en medio de mis campos manchegos, meterme dentro y arder mientras los amigos bailan y beben alrededor con esas canciones mías.
Bajo en dirección al tren, con una especie de felicidad poco habitual. Llevo conmigo el tesoro. Pieza conseguida.
Suena el teléfono. Veo que me llama el portero donde tenemos las oficinas.
“No quiero molestarle don José Luis, pero no deja de salir agua bajo la puerta de su piso. Voy a entrar. Saltará la alarma.”
Entre inmediatamente, por favor. Le contesto
Abre y el agua corre, según parece, como un río por las escaleras. Está inundado todo.
Cojo un taxi y voy para allá lo más rápido que me es posible.
Cuando entro, junto con L., me llevo las manos a la cabeza.
El agua chorrea desde la planta de arriba, recorriendo las escaleras, también brota del techo, entre los cables de las instalaciones, mientras parte de las placas del pladur han caído al suelo, sobre el agua.
Está todo encharcado. El suelo es de madera.
La rotura, parece ser, averiguamos, es en el baño de la planta de arriba. Es como una piscina.
Me dan ganas de llorar. He vivido las obras de estas oficinas como mías.
Me quedo sentado un rato, solo, pensando, desconcertado. Mañana, por hoy, viajo a Segovia. En esos momentos no sé lo que hacer. No se puede arreglar nada por la noche.
Marcho tarde a casa.
No he dormido nada.
Lo único que pienso es que eso de quedarme a buscar el libro de Pizarnik fue, casualmente, lo más acertado.
La temperatura ideal. Las calles y los bares hasta arriba de gentes en su gran mayoría de procedencia nacional. La gente viaja, come, bebe, vive, gasta. ¿De qué crisis me hablan? ¿Para quién las crisis?
Tarde de patear calles, tras ese tradicional cochinillo en el restaurante El Duque. Todavía mucho ambiente navideño: luces, belenes.
Visita a los rincones de siempre y, cómo no, de obligación pasar por esa librería que para mí es una de las más bonitas de España, la Librería Torreón de Rueda.
Me he sentado en una pequeña mesa redonda, pegado a una ventana que da a la calle que baja hacia el acueducto.
El cielo nublado. Algo más de frío que ayer pero se está muy a gusto. He dormido bien, tal vez demasiado calor en la habitación de otro de mis clásicos aquí, el Hotel Don Felipe.
Luego tengo una reunión, así que intentaré disfrutar de este rato de soledad antes de dar una de esas caminatas que me activen el alma.
Escribo a diario desde que tengo memoria; ordenado, quiero decir en forma de diario, tampoco recuerdo desde cuándo, pero sí puede ser más de treinta años.
No soy mejor ni peor por escribir. Sí creo tener la mente más ordenada y, sobre todo, en momentos más complicados el desahogo, el análisis, la reflexión y, sobre todo, el poner en orden pensamientos, ha sido crucial para no caer o tomar mejores decisiones.
Escribir sobre lo que inquiete tu alma. Escribir con la verdad.
Solo de pensarlo se me ponen los pelos de punta.
Los inviernos son duros, sobre todo para nuestros mayores. Me cuesta ver a mis padres como mayores, pero lo son. Ellos intentan aparentar lo contrario, que todavía se hacen, y de hecho es así, pero están en esa etapa en la que nos necesitan más cerca que nunca.
Y es que la vida es así. No puede ser de otra manera. Son ciclos humanos. Es cierto que se vive más ahora que antes, pero aun así siempre hay un final, será después o será antes, pero será.
Todos los fines de semana con líos. Compromisos que van y vienen convidándote a comer en exceso, a beber, a andar de aquí para allá, coche por aquí, coche por allá, sin que nada obedezca a lo racional. Todo es material. Todo es consumo. Es cierto que esa ilusión que tienen los niños siempre será la más pura, pero al final nosotros, los padres, terminamos por pervertírsela.
Me contaba el otro día el amigo J, que en Papá Noel (invento que cuando éramos pequeños, al menos en mi casa, no existía) compraron a su hijo un juguete de los muchos que se había pedido. Lo recogió bajo el árbol, lo abrió, se quedó mirándolo un rato y les dijo a los padres que ese no le gustaba. Seis años. El padre, dentro de ese mundo absurdo nuestro, le dijo al hijo algo así como que si se portaba bien durante el día, lo que harían sería envolverlo de nuevo, dejarlo otra vez bajo el arbolito para que Papa Noel lo recogiese y se lo cambiara por el que quisiera. No daba crédito cuando me lo contaba. El caso es que así hicieron. Al día siguiente el pequeño tenía otro regalo distinto bajo el árbol, los papas se lo habían cambiado. En ese caso, al abrirlo, el niño parece quedó conforme, menos mal porque si no, por esa lógica paterna, deberían habérselo cambiado otra vez. Hoy, porque se lo pregunté, además de soltarle mi habitual soflama filosófica, días después, ya no hace ni caso a ese segundo juguete.
Hoy, día de reyes, lo normal es que si no le gusta algo de lo que le hayan traído, les diga a los padres que se lo cambien.
Hoy, y sigo opinando, los padres somos unos gilipollas que hacemos gilipollas a esos hijos nuestros que un día dirigirán un mundo agilipollado. Y los que lo vean, o veamos, nos quejaremos.
¿Tan difícil resulta, para esos que nos dirigen o representan, desde gobiernos u oposiciones, tratar de solucionarnos algunos o alguno de nuestros verdaderos problemas y dejarse de chorradas que ni nos van ni nos vienen?
Historia de aquellos jóvenes uruguayos, sobre todo los que consiguieron vivir, en ese inhóspito lugar en el que se estrelló el avión en el que viajaban.
Desesperación, sentimiento de olvido. Dignidad, generosidad.
Vivimos tiempos de pisotearnos los unos a los otros. De los que suben a costa de los que se hunden. Tal vez nos falten más historias como esta, que nos conmuevan.
Dejar atrás aquello que no me traiga eso, calma y serenidad. El precio más caro es el de perder la paz.
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