Diario de un Estoico. Lo que el viento nos deja. Semana 34
A/17.L
El autobús sale cada día. La vida comienza cada día. Siempre habrá una oportunidad cada día. Hay que estar preparado para subirte. Para bajarse siempre habrá tiempo.
Ponte metas. Analiza cada día, observa cómo te acercas a ellas, te motivará para seguir esforzándote.
Es importante controlar la percepción y la perspectiva de nuestras interacciones. ¿Qué interpretación hacemos cuando escuchamos o vemos algo?
Escucha apropiadamente y te sentirás menos molesto.
Hay personas que nos ayudan y facilitan nuestra mejora, y otras van de interesados o solo van a dificultar.
Seguramente todos sabemos de quién y de quién no estamos hablando.
En torno a una mesa he llorado mi soledad o he reído en compañía.
El cambio ocurre si tú cambias.
No esperes nada de nadie, haz lo que creas por ti mismo.
Lee. Lee. Y lee.
Acorta tu consumo de tiempo en redes sociales y entretenimiento.
Planifica tu mañana Hoy. Deja escrito hoy tu plan para mañana.
Identifica lo que te hace feliz y lo que no.
Repasa semanalmente tus objetivos. La acción es el progreso.
Lo hace un par de veces más antes de que el atronador ruido del tren rompa un mimético silencio que, durante unos minutos, te traslada al efímero sentido de lo rural.
De alguna manera, este inicio del día, también es un privilegio.
Usa la adversidad para crecer y convertirte en esa persona que quieres ser.
“Las circunstancias no hacen al hombre, solo lo revelan.” Epicteto
Darte el permiso de expresar sin miedo al ridículo. No sabes la trascendencia que pueden llegar a tener unas líneas de escritura: para ti o para otros.
Los impulsos me han llevado a cometer demasiados errores, también algún que otro acierto.
Haz cosas poéticas que sean importantes para ti.
Invierte tu tiempo en cosas y personas que realmente valgan la pena. No lo desperdicies en gilipolleces absurdas que no te aporten nada.
¿En qué se te va el día?
“Pregúntate en todo momento, ¿es esto esencial?”. Marco Aurelio
No te cargues con más pesares, dedícate a aliviar tu alma y buscar tu paz.
Todo son tareas, compromisos, responsabilidades a las que te enfrentas en el día a día.
Llego cada tarde agotado mentalmente de tal manera que sé me afecta a mi equilibrio y bienestar emocional.
Esto tiene un nombre: Carga Mental.
La carga mental es el esfuerzo cognitivo y emocional que demanda la gestión de nuestro día a día, en todos los ámbitos en los que nos desenvolvemos. Todo lo que debemos gestionar, responsabilidades, decisiones que debemos tomar, tareas y problemas que van y vienen.
Aligerar todo ese peso depende de nosotros.
Delegar más.
Poner límites al ‘Sí’.
Encontrar tiempo para ti, para desconectar, para romper.
Hace tiempo que hago algo que me va muy bien. Casi desde siempre, a media mañana, tomaba un café aprovechando para reunirme o hablar de temas de trabajo con colegas o compañeros. Decidí utilizar esa media hora para caminar, no tomar café y tampoco hablar con nadie. Es mi momento. Me reconforta. Consigo incluso una mañana más productiva y, sobre todo, ligera.
Cansado de todo. Tirar la toalla, abandonar. Este ritmo, estos hábitos, estos compromisos y servidumbres creadas. Decir basta. Dejarlo todo donde está y como está. Salir corriendo al campo, a mi campo, son sus más y sus menos, y vivir. Allá todo. Allá cada uno. Que se las apañen.
En la primera es demasiado temprano; en la tercera, demasiado tarde. Apenas percibimos que hay algo que nos ofende o que nos molesta demasiado, tenemos una reacción instantánea, no podemos controlarlo, es como un reflejo que nos invita a enfadarnos. Te pisan sin querer y te das vuelta cabreado. No tiene sentido luchar contra eso porque no es algo voluntario, es como tratar de no bostezar cuando estás cansado, de no temblar cuando tienes frío, o no tener cosquillas. Inmediatamente después aparece el segundo momento: hay una invitación a nuestra razón de vengarnos por lo que hemos sufrido. Es un momento breve, pero aquí sí puede intervenir la razón y rechazar esa nefasta invitación. Si no la rechazas explícitamente, la ira se dice a sí misma “el que calla, otorga” y se da por consentida. Crece tan rápido que no hay forma de pararla. Te sentirás irritado, enojado, amargado.
La vida es como el agua, mejor en movimiento que estancada.
No te acomodes a nada. Lo que aprecias o tus sufrimientos terminan por desaparecer.
Ahora abre el cielo. Aparece el sol que ilumina un día que pienso dedicar al descanso.
Abandonar la vida hiperactiva y recuperar el equilibrio, el sentido y la verdadera libertad interior, que es nuestra riqueza.
No sé muy bien a qué se debe. Será a mi simpleza o a que mis padres no nos acostumbraron a viajar, no han viajado casi nada, o que ahora dedico los meses a recorrer España trabajando. El caso es que cuando llegan los fines de semana, los puentes o esas añoradas vacaciones, reparto mis días entre mi rincón de pueblo manchego (Minaya) y ese otro rincón, en el pueblo adoptado de playa mediterránea (Guardamar de la Segura).
Simple, sí. También un privilegio que se deja de valorar cuando se tiene.
Los viajes son una huida.
Cuánto vemos de otros por no querer mirarnos a nosotros.
¿Qué sería yo sin mis libros o cuadernos? Nada. ¿Qué sería sin esos montones, ya apilados en los suelos de mis rincones, como columnas al cielo?
A veces me pregunto para qué acumulo tanto libro, tanto papel impreso.
Otras veces, simplemente, me paseo, como en esta tarde, entre esos rincones, dejándome impregnar de su olor. Me siento en el suelo. Me dejo enterrar por esas toneladas de papel.
Si algo le debo a mi padre, entre muchas más cosas, es la de haberme acostumbrado, desde muy pequeño, a visitar, esos puestos que todavía perduran, todos los domingos, hiciese calor o frío, de arriba abajo en la Cuesta de Moyano. No he encontrado un lugar más maravilloso.
Prácticamente no llegaba a aquellos tablones de madera repletos de libros viejos. Cada domingo conseguía algo nuevo: primero unos cuentos, pero luego iban siendo libros: biografías, ensayos, filosofía, poesía, alguna novela. Siempre quería los más gruesos.
Aquella costumbre dejó de serlo para convertirse en esencia de mi vivir. Comprar libros, acariciarlos, leerlos, es una parte intrínseca de mí.
Ahora, de vez en cuando, mientras voy hacia el tren, paseo por entre esos puestos, por los que quedan abiertos, rebuscando algún que otro tesoro. El día que me llevo algo, duermo feliz con su olor de viejo entre las manos.
Busco y rebusco en las ferias del libro antiguo. Me dejo llevar, en algún momento, casi a diario, como en una necesidad extrema, entre los pasillos abarrotados de libros de alguna de mis librerías favoritas: Pasajes, Troa de Serrano, Antonio Machado o La Central.
No me veo sin un libro en la mano. No me veo, sea donde sea, sin los dedos tiznados de ese negro que a veces sueltan las páginas cuando las aprietas con cariño o de la tinta de mis plumas.
Qué maravilla sería, pensaba, poder morir envuelto en libros, en medio de un campo, mi campo, creando con la palabra un vergel poético a donde hacer peregrinar a todos esos jóvenes que deambulan por ahí atrapados en sus móviles o tabletas sin remedio existencial.
Parece que leer, o escribir, es algo fuera de las modas actuales. Incluso eso de comprar el periódico, en papel, es de carcas. Los libros son ese lugar donde refugiarnos, ese lugar donde ir para entender el mundo que nos rodea y sentirnos seguros. Pensar.
No solo es correr, trotar; es caminar a marcha rápida, sin pasear. Cualquiera de las dos opciones me vale porque cualquiera es una forma de encontrarte contigo, de ordenar pensamientos, de ver las cosas desde otros puntos de vista. De ser consciente, de contemplar. Observar.
Cuando corro o camino vivo ese instante.
Correr también es sufrir, escuchar lo que te dice el cuerpo; saber de tus límites, de esos avisos.
Correr. Escribir. Leer.
Nadie puede perjudicarte.
Todo aquello que se interponga en tu camino simplemente sáltalo o conviértelo en el camino.
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