01.07.2022... Reflexiones veraniegas II: la buena vida.

No sé cómo puede haber personas, muchas y respetables, que gustan más de la ciudad que del campo. 

Cuando paso un fin de semana en Minaya, despertado por el trino de los pájaros, saludado por el frescor del viento que airea la higuera y el almendro, escondido, de alguna forma, en el silencio, de alguna manera allí me curo de todo, hasta de mí mismo.

Cuando nos alejamos de la ciudad es como si algo cambiara en nosotros.

En los pueblos, en el campo, todo sucede diferente. Las sensaciones son distintas. Los olores. El viento. Los caminos ajenos al asfalto. Las lindes. Las piedras que nos hablan y que esconden los años que han pasado, los nuestros. Todo esto no se puede comprar ni vender.


Esos rastrojos dorados. Tierras cubiertas de las pajas que no han entrado en las pacas.

El deslumbre del sol.

Respiramos profundamente y sí, hemos desconectado.

Es allí, en esos campos, donde crece la vida. 

Las flores inundan los márgenes del camino ahora, en épocas estivales, bajo rayos de un sol embravecido, se entre mezclan con esos cardos onoportum que en la lejanía llegan a mostrar una enrarecida belleza.

Aquí, allí, nuestra salud se sacude de las toxicidades a las que nos condenan las ciudades.

Ahora que escribo estas líneas, melancólicas, puedo visualizar estos días, como tantos muchos, y siento la vida, la buena vida.

Las ciudades son un infierno que en verano se intensifica por el calor. No se nos va de la boca el sabor a combustible, mientras en nuestras ropas se impregnan todos los malos humos de las calles.

Madrid es una gran ciudad, no lo discuto. Una ciudad con sus avenidas y calles, con su transporte público,  dotaciones y servicios de todo tipo… pero es allí, casi donde no hay nada, donde realmente me siento vivo.

En mi pueblo, en Minaya, se perciben perfectamente todas las estaciones. Cada una de ellas tiene su encanto: desde el frío invernal a la calorina de los veranos, desde los otoños soleados a esas primaveras llenas del verde esperanza que bañan los campos.

La ciudad te oprime, te consume. En la ciudad te comportas como no eres, porque te insulta a cada paso que das.

He creído en el progreso. ¿Qué sería de nosotros sin ese progreso? ¿Somos más y mejores personas? De esto último tengo mis dudas. Somos más modernos, eso sí, pero más torpes.

Mi pueblo todavía está entre los que, aunque pierda población cada año, se aguanta en los 1000 habitantes. Lo querría igual con 300 o menos, sin las tabernas. Los paisajes son ásperos, es un paraje, pero allá donde miras encuentras su belleza. No me canso, cuando estoy, de hacer fotos que luego repaso, cuando me entra la morriña, en el vaivén del tren que me lleva cada día a la oficina.

Aquí, allí, lo que abunda es la tranquilidad, el silencio, la armonía y el buen ser. La vida normal, y con eso basta.

En las ciudades estamos demasiado ocupados y eso nos hace evitar nuestro yo interior.

Aquí, allí, se vive con lo suficiente, que no es poco, simplemente es suficiente y eso es ya una riqueza. En las ciudades buscamos siempre más y más, parece que estamos obligados a ello y eso, desde mi punto de vista, es una pobreza.

Tener suficiente es tener tiempo, carecer de preocupaciones, poder cultivar tu vida interior.

El tiempo alegre, tranquilo, lleno de luz. Ese tiempo que nos hace volver a conectar y disfrutar con la tierra y el eterno silencio.

La sabiduría que te ofrece los años, te recuerda que es mejor quedarte con lo esencial y poder así caminar más ligeros y alegres.
Poco y bueno es mejor que mucho y sin sentido.
Leí hace poco, no sé muy bien dónde ni cuándo, que el psicólogo Joan Garriga utiliza una analogía para explicar las dos fases de la vida. En la primera parte, subimos a la montaña y vamos acumulando experiencias, amigos, méritos, logros, amores, aprendizajes, dinero, posesiones… Al llegar a lo alto de la montaña, contemplamos el mundo y nos damos cuenta de todo lo conseguido. Luego llega el momento de bajar. Aquí no se trata ya de adquirir, de ganar, de conseguir, sino de soltar lastre, de prescindir de todo aquello que no necesitamos, hasta que al final nos desprendemos de la propia vida.

Y así es. Cuando estas allí te sientes más ligero. Los años te han enseñado que para llegar es mejor que la mochila vaya con lo justo, que es lo importante, que es lo que realmente podrás llevarte en el corazón.

Ahora por aquí, por allí, amanece pronto y el sol se pone tarde.

Soy una de esas personas a las que no les gusta dormir hasta tarde, incluso los días de sosiego que no tengo ningún tipo de obligación por delante. Es más, soy incapaz de quedarme en plan remolón en la cama una vez que me he despertado. Esto que, depende para quien, puede ser una virtud, a veces se convierte en un lastre. Cuando por compromisos laborales o, simplemente, porque se da el caso y termino la jornada acostándome a horas insultantes, despierto y levanto a la misma hora.

Estar presente, una vez despierto, es estar vivo y, por ello, aprovechar el ritmo de la vida.

Amanece y florece la vida.

Que no se nos escape el ahora.

Ocuparse y valorar las pequeñas cosas, esas que parece siempre están pero que si no nos permitimos el tiempo para sentirlas, simplemente se van.

Agradecer.

Saborear una copa de vino en el porche, en el patio, mientras atardece.

Ocuparse de estar presente.

Los pueblos pueden parecer duros para los urbanitas, y lo son. Vivir en un pueblo no es fácil: estar rodeado más que de campo, sin centros comerciales dónde consumir, sin trabajos a los que ir luciendo el mejor traje o conduciendo ese último modelo de coche que abrimos desde un móvil de última generación. Es duro, no es fácil. Como no hay fácil nada. Pero los problemas se relativizan.

En el pueblo no hace falta ropa de moda, móviles de 1.500 euros, tarjetas de visita con cargos interminables. Hace falta, como he dicho, lo suficiente. Cada uno de nosotros, con el tiempo, descubrimos qué es lo suficiente y a lo mejor, tal vez,  lo suficiente sea un techo, el calor de una sonrisa, ese vino en el porche mientras aparecen las estrellas,  ingresos para cubrir las necesidades básicas y un trocito de tierra, en el corral, para generar un huerto con hortalizas para comer.

¿Utopía? ¿Quimera? Ilusión.

Poner en valor la cultura del sitio.

Reivindico lo rural y, por ello, reivindico también la ayuda al mundo rural desde las administraciones, ante la dejadez a la que se ha sometido, por unos y otros, dejando perder lo esencial de nuestra vida. Pero eso, como de vez en cuando digo, es para otro momento.

Hoy quedémonos con lo básico que es: la buena vida.

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