05.08.2018... Reflexiones desde el Ocaso de Minaya y... V.


Parece que ahora sí comienza una época de descanso o, si no lo es tanto, aunque se pretenda, al menos una época ajena al tradicional ajetreo laboral. Uno lleva en la maleta siempre deberes para hacer.

De momento, bajo este sol que con digna justicia nos acompaña, buscaremos en las caminatas y en los libros las inspiraciones debidas y merecidas para encontrar esa tan deseada y necesaria calma y paz mental.

Los pueblos, en verano, te recogen como al huérfano de sentimiento y sentido. Es cuando te das cuenta que siempre se puede volver al hogar por muy lejos que te hayas marchado.


Aunque no queramos reconocerlo, dependemos siempre de nuestras raíces, y aquél que no crea tenerlas, más tarde o más temprano, la añoranza le hará buscar primero fuera y luego donde verdaderamente está: dentro de sí.

En los pueblos uno se siente como lo que es: provinciano.

Parece que en esta España nuestra el provincianismo era algo tan despectivo como llamar paleto al que vivía en un pueblo. Todavía ahora hay personas, grupos o grupúsculos ocasionales, que denigran el provincialismo sin sentido de ser. Todo respetable, no vayamos a fastidiarla, pero todo criticable, faltaría más.

El señorito de la capital, el ciudadano, menosprecia el campo no solo por ignorancia, que también, sino porque piensa que en los pueblos, en estos pueblos nuestros, solo habita la ordinariez, el retraso o la vulgaridad. Pero la verdadera naturaleza del ignorante que piensa así, es que esa estrechez de miras, ha provocado que nuestros pueblos vayan vaciándose tan deprisa que llegará un momento en el que en algunos casos dejarán de existir.

Pero todos, o casi todos, tenemos un pueblo. Un pueblo al que amamos y al que volvemos. No volver al pueblo es como no volver al hogar. Añoro lo rural tanto como cada día me enferma más el ruido de las capitales.

Desde aquí, desde el pueblo, trato de buscar la verdad, mi verdad, esa verdad que se busca ante el desengaño del ser humano que solemos ser nosotros mismos.

Schopenhauer afirmaba que el mero hecho de existir es ya un sufrimiento, pero también que la contemplación estética de las cosas y los hechos del mundo nos proporciona un estado tal que aleja esos males que envuelven el hecho de vivir.

Las gentes de los pueblos tienen sus problemas, como todos o más que todos, pero se enfrentan a ellos de otra manera, con cierta paciencia y diligencia. Y aquello que saben está fuera de sus manos el solucionar, simplemente, estoicamente, lo desechan. ¿Para qué perder el tiempo o machacarse la cabeza?

Esta mañana, aquí, en el pueblo, por ejemplo, me decía alguien que tendemos a machacarnos y castigarnos constantemente. Que machacarse así, sin piedad, es como la carcoma que ataca la madera, te vas comiendo y dañando por dentro tú mismo de tal manera que, cuando te das cuenta no te queda nada, has muerto tú mismo, de dentro a fuera. Y es así.

Caminando por aquí, por estos campos llanos, uno llega a ser consciente de la humildad que se esconde en las grietas de cada piedra, del privilegio de llenar de polvo las zapatillas. Un polvo que te hace olvidar el asfalto, el ego o esa altanería que nos traemos de la capital creyéndonos los amos del mundo, cuando no somos más que el despojo contaminado.

A los pueblos siempre se vuelve, antes o después. Alguno nunca nos vamos. Cuando nos alejamos un poco lo llevamos tan dentro que siempre, aunque los pilares se muevan, nos agarramos fuerte porque sabemos es lo que tenemos.

Estos pueblos de España los pisaron generaciones y generaciones, algunos van quedando en el abandono; no somos conscientes que ese abandono es nuestro abandono.

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