28.02.2018... Volvamos al campo

En los últimos días he leído un par de artículos de esos que me han pellizcado. 

Uno de ellos es de un tipo que, emulando a nuestro Thoureau, ha escapado a la montaña durante tres meses, 100 días, para vivir ajeno a todo desde la autosuficiencia.

El otro, un poco más excéntrico, si cabe, sobre una experiencia californiana que consiste en pagar por pasear sin móvil, un par de horas, por el campo, tras un rebaño de cabras, buscando la conexión con el presente.

José Díaz es un tipo, empresario, que llevaba años acariciando la idea de pasar una larga temporada solo en su cabaña de Caleao, en el parque natural de Redes, en Asturias, donde pasa los fines de semana desde hace más de 15 años. Buscaba esa experiencia en el bosque. Y quería sacar sus conclusiones viviéndola. Sin embargo, para él, como para casi todos los mortales, era casi una utopía pensar en que podía pasar unos meses en este lugar, sobre todo por las obligaciones laborales y familiares.

Pero decidió convertir su sueño en proyecto cinematográfico. Vivir la experiencia para contarla, para extenderla. Así que decidió ver el mundo desde otro punto de vista: motivado por la naturaleza y convencido de que el contacto con esta es básico y necesario.

Lo que más le movió era el reto de comprobar si, como él sostiene, “vivimos con mucho más de lo que necesitamos”. Y de esta experiencia de tres meses salen reforzados los valores de la austeridad o la sobriedad.

Una de las sorprendentes conclusiones en este tiempo (la experiencia se llevó a cabo entre septiembre y diciembre del 2015) fue comprobar cómo la huerta, los panales de miel o la granja le ofrecieron mucho más de lo que necesitaba: “¡Qué paradoja! Me aislé del mundo creyendo imposible ser autosuficiente en la alimentación y me encontré con que me sobraba comida”, dice.

En esos tres meses se sintió liviano, sin el peso de bienes materiales, que no dan la felicidad. “No hace falta más que hacer una mudanza de casa para darte cuenta de que tienes muchas más cosas de las que necesitas. Queremos más y más…”.  El tiempo lo dedicamos a ganar dinero, a perder tiempo de vida. “Pero la vida no se compra, sino que se gasta”.

Dueño de una empresa de interiorismo y decoración, es sobre todo un aficionado a la montaña y a la fotografía de naturaleza.

Un camino de aprendizaje. Sintió extrañeza al comprobar que ha vivido “cien días apartado del mundo” pero que el mundo “sigue su ritmo al margen de los individuos”. Eso le lleva a pensar que las personas son seres prescindibles, como autómatas atados a un teléfono móvil –al que él ha renunciado–, presos de unas redes que cada vez le atan más.


Ha destruido los archivos inservibles de su memoria. Se olvidó de casi todo. “Tengo 52 años, trabajo desde antes de los 19 años. Me olvidé de mi empresa, de mis clientes, de mis obligaciones. Es como si nunca hubiera trabajado. Como si mi situación natural siempre hubiera sido vivir en la montaña. Pero la familia no la olvidé ni un momento”.

La vida en la montaña le ha hecho conocerse mejor (sus defectos, sus comportamientos inapropiados) y le reconciliado con la sobriedad. En su imaginario, la ciudad surge como la representación del temor a perder cosas, mientras que en el monte predomina “la sencillez, la naturalidad y la honestidad”.

Dejaba que las cosas discurrieran por sí mismas. Y al final, un descanso durmiendo en un árbol, el crepitar de las hojas secas pisoteadas, una ducha con agua casi helada tras una caminata tremenda, cosechar las patatas o sentarse ante la chimenea tras un día invernal le acercaron a la felicidad. “No conozco ninguna persona a la que le guste la naturaleza que no sea buena gente; algo tiene la Naturaleza que le influye positivamente al ser humano”, concluye.

“Viví sin la compañía de una televisión; el fuego me enseñó cómo hacerlo. Dispuse del tiempo a mi antojo, pero sin dejar de ser disciplinado. Sentí la dureza de la soledad de forma implacable, y aprendí mucho de ella. Subsistí a base de austeridad y todavía me sobraron muchas cosas”, continúa.

“Comprobé cómo mi sombra iba alargándose día tras día, hasta casi escaparse de mí. Vi las altas copas de los árboles dibujadas en cielos multicolor. Disfruté del celestial sonido que el silencio produce. Atravesé kilómetros de bosque en busca de animales y aunque pocas veces los encontré, seguí haciéndolo con la misma pasión. Hice mías las palabras de Nelson Mandela: ‘Fui capitán de mi alma, timón de mi destino’. Aunque lloré, sufrí, dudé, renegué…, fui inmensamente feliz”, llega a afirmar.

El último seguidor de Thoreau demuestra que a veces el hombre puede liberarse de la esclavitud de la sociedad industrial, aunque sólo sea a tiempo parcial

Por otro lado, la periodista Eva Catalán, nos escribe esta semana, uno de esos artículos que, sinceramente, más allá del asombro, me ratifican en mis creencias manchego rurales: Meditar con Cabras.

Resulta que unos alumbrados urbanitas de California, ahora pagan por ir a pasar unas horas de pastoreo con  cabras. Y ¿por qué? Pues porque al fin y al cabo la meditación no es más que vaciar la mente y vivir el presente y las cabras son, parece, esos bellos animales que siempre están en el presente, ni piensan en su futuro ni en su pasado.

Y así, a cambio de 45 dólares, grupos de personas deseosas de campo y naturaleza, buscando oxígeno y bienestar; ávidos de experiencias no expuestas a expulsar adrenalina sino a encontrar el equilibrio mental desde el presente, pagan por pasar fines de semana en el campo, entre cabras, buscando la paz, como José en su montaña asturiana, y siguiendo los pasos de ese rebaño ajeno a las más sofiscicadas tecnologías.

Caminar en silencio, desconectar del mundo virtual, conectar con la naturaleza, con ese olor a campo; pisar la tierra, agarrar una planta o coger una piedra en el camino y lanzarla más allá del sol que te deslumbra.

Olvidarte del antes y el después. Olvidar el tiempo. Meditar mientras cada paso se convierte en vida y el presente nos atrapa de tal manera que comenzamos a disfrutar de lo que la belleza natural nos muestra.

No mirar la hora. No ver si tenemos mensajes o correos en el smartphone. No pensar. Estar presentes, con las cabras, las ovejas, el sol que se pone o ese despertar de un sentido de paz que pocas veces puedes encontrar.

No tienes que marchar a California. Tal vez con visitar Minaya u otro pueblo español, con sus tradiciones, con sus culturas, con su sabor y olor, te sea suficiente para comprobar que lo más importante lo tenemos en la palma de la mano, ante nosotros. 

Vivo esa experiencia en cuanto puedo. No tengo que pagar por ella, otros lo hacen. Por eso lo valoro. Vivamos el campo, volvamos al campo. Os invito a hacerlo.

Fuente: El País Semanal.

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