05.02.2017... Sentir el campo, vivir el pueblo.

Hay días que pasan como secuencias de una película. Días en los que sin pretenderlo, haces aquello que realmente te apetece aunque luego sea el pretexto para enjuiciarte a ti mismo o echarte la bronca por no hacerlo más a menudo.

Son estos días de ventisca, de vientos desaforados que parece quieren levantarte del suelo o, por contra, no dejar salir de él.

Así volvió a amanecer hoy, según la previsión de ayer, pero con un débil sol que invitaba con recelo al deporte. No hace mucho no había nada que frenase a poner las zapatillas y lanzarme por los caminos a sudar y hacer sufrir las piernas. Anoche decidimos que la previsión no lo aconsejaba y esta mañana, aunque no era para tanto, decidí con acierto no moverme de entre los periódicos, mis libros y mi música. Y parece que la necesidad de descanso, de tranquilidad, de esa poesía perdida, ha convertido este fin de semana en un verdadero reparador físico y mental.

Ayer, también, aprovechando una climatología especialmente rara, tuve mi deseado día de campo. Una jornada que, unida a la de hoy, provocan el equilibrio perfecto para comenzar una de esas nuevas semanas que uno nunca sabe como termina.

Salir unas horas al campo. Unas pocas horas y ya me conformo. Respirar esa otra vida, la vida. Encontrar el puro silencio, aunque sólo sea un instante. Oler esa humedad hueca que esconde secretos de historia, de vidas que van pasando. Simple y sencillamente, esconderme del ocaso de ese mundo ruidoso en el que me muevo habitualmente.




Es allí, en el campo, ajeno a todo o a nada, donde dispongo y ordeno pensamientos, donde mis reflexiones rebuscan entre los silencios hasta que encuentran mi razón de ser, donde se disparan esos versos que en algún momento encuentran su papel.

Viajé con mi padre a Minaya. Más que viajar, casi podemos decir que dimos un paseo en coche hasta ese lugar de La Mancha en el que da origen la vida de esta familia nuestra. 

Dejamos Madrid entre nubes grises y lluvia; abrimos Minaya con ese sol ventoso que hoy nos acompaña por aquí.

Respirar el campo. Oler.

Esos botellines en el bar con los paisanos, la fantástica comida en El Cubillo con nuestras conversaciones, junto a la copa de vino, frente a la ventana que vislumbra el paseo. Conversaciones que de otra manera no tendríamos y que te privilegian el tiempo.

Las conversaciones en el pueblo son diferentes. Parece se habla sin prisa, porque es la prisa la que has abandonado en la carretera tras la ciudad.

La ciudad te exige, el campo te da.

Tan simple como coger unos huevos de gallina en el corral de Francisco, en medio de ese campo que parece te absorbe; contemplar cómo esas matas de habas tiran a medio palmo de la tierra, dispuestas a erigirse hacia el sol soportando el peso de las vainas que guardarán esa legumbre tan nuestra.

Los paseos por el campo, por esos caminos que van recogiendo mis pasos, mis días, están llenos de filosofía.

Todo el paisaje esconde belleza sin fin; ese infinito en el que aparece la luna que luego deja su paso al sol. Así los días, así los versos, así el saber.

El campo. Ese campo que rodea los pueblos. Esos pueblos tan dejados y abandonados que solo aquellos que tenemos, guardamos su tesoro como la vida.

Se pierden los pueblos, se pierden los privilegios de la vida.

Es triste pero en cada viaje son varios los vecinos que ya no están. En cada viaje al pueblo, son menos los habitantes. Los pueblos van quedándose vacíos en esta España nuestra crecida y repleta de pueblos.

La gente que queda en los pueblos durante el año, fuera de las fechas veraniegas, son gentes envejecidas y pocos jóvenes, enamorados de sus tierras unos, dejados otros, los que quedan por aquí. Pero son gentes envueltas en sus problemas, como todos, en sus miserias, como la mayoría, pero que expanden una felicidad diferente, una felicidad lenta, sin prisa. ¿Para qué tener prisa si va a dar lo mismo?

Deberíamos poner en valor los pueblos. Las administraciones deberían invertir en estas zonas para intentar que la despoblación rural no continuase. En unos pocos años, al paso que vamos, muchos de estos municipios quedaran vacíos, en el olvido.

Ser de pueblo es un orgullo, tener pueblo un privilegio. Ser de Minaya una razón para ser. (Leer aquí: 'Tener un pueblo')

De vez en cuando uno lee por ahí artículos, de esos en los que urbanitas consagrados lo dejan todo para irse a vivir a un pueblo, con el único objetivo de ordenar y enriquecer sus vidas. Encontrarse a sí mismos. Vivir. En la ciudad no te encuentras, te pierdes.




Yo que lo conozco, que lo siento de vez en cuando, menos de lo que quisiera,  sé lo que es esa necesidad de sentir realmente la vida y encontrarla aunque sea por un pequeño espacio de tiempo.

Sé también, lo reconozco, algún amigo paisano me lo recordará, que no es lo mismo hacer una visita al pueblo que vivir de su día a día, en esas tardes de enero o febrero, frías, en las que las calles parecen un infinito desierto asfáltico y en los que ver a un solo vecino se hace casi imposible. Y estoy de acuerdo. No se valora igual lo que se tiene que lo que no se tiene.

Culpo de este despoblamiento a las administraciones, a todos, sin color. Culpo a la historia de este país nuestro que consagró la cultura esa de que solo en la capital se triunfaba, entre otras cosas porque desde mediados de siglo pasado se apostó por invertir en infraestructuras, dotaciones, equipamientos y servicios únicamente en las capitales. Ser de pueblo era de 'catetos' (Leer aquí: 'Soy un Cateto'), el que quedaba en el pueblo era porque no tenía posibilidades y el señorito era el de la ciudad.

Curiosamente los señoritos de la ciudad se volvieron medio tontos, medio locos; viven en un estado de tensión continuo y ahora buscan encontrar esos rincones que al menos les provoque algo de serenidad y paz en sus vidas.

Leía ayer, casualmente y a cuento de esto que escribo, un artículo fantástico de Manuel Barroso titulado '¿Es posible volver al campo?'.

No sólo nos recomienda ciertos libros que están apareciendo últimamente sobre la experiencia de vivir en el campo, sino que algunos protagonistas nos cuentan su experiencia en parajes en los que no ven a un solo vecino en días.

Recuerden también aquél Chris Stewart, batería del grupo Génesis, que abandonó todo para perderse en un rinconcito de Las Alpujarras, ir construyendo poco a poco su casa, dedicado a vivir y escribir en la felicidad de lo rural. No dejaré de recomendar aquél libro suyo titulado 'Entre Limones', en el que narra sus experiencias, sus historias, su día a día al llegar de Inglaterra y asentarse en aquella casa semi derruida.

Sinceramente no todos valemos para vivir en el campo, ni todos valen para vivir en la ciudad. Restando días a la vida, ganándole tiempo, no tengo duda, yo que lo conozco y siento, que la ciudad tan llena de ruidos, listos, asfalto y tentaciones consumistas, acaba con el Ser, con la Persona, con la paz de lo Humano.

La vuelta al campo, cada vez se convierte más en una opción de muchos que, como Thoreau, abandonan las comodidades de la ciudad y se instalan en una casa de campo, de pueblo, para vivir la intensidad de la vida y disfrutar de cada momento contemplando la belleza existencial que se nos ofrece y que, los que siempre vamos con prisas, no nos paramos a degustar.

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