07.08.2016... Olas de Verano IV: amoríos.

El verano provoca sensaciones de todo tipo y, además, provoca que rompamos con nuestros hábitos habituales.

Normalmente es para bien aunque, en ocasiones, también para mal. El exceso de tranquilidad, los calores, el sueño, terminan por conseguir que me cueste más parar a escribir en el ordenador, esas líneas de pensamientos que van acompañándome todos los días.

Escribir cuando nace el día es la mayor expresión de gratitud que uno puede tener. Sacar el cuaderno en la terraza del bar donde tomas café, mirar el cielo infinito que se funde con ese mar, que absorbe el sol que va imponiéndose, escribir unas páginas como el que ejercita el silencio místico y simbólico, tratando de plasmar el pensamiento. Y ahí quedan, en esas hojas, como en un baúl de recuerdos, guardadas para que sólo el tiempo destruya.
Me gusta mucho leer, cotillear, adentrarme en la vida de los escritores. Normalmente viven la literatura, la poesía, en toda su esencia y envueltos en esas historias que, de una manera u otra, van dejando reflejo en sus libros. Siempre me han fascinado sus relaciones personales, sus convivencias, sus historias de amor. Siempre he pensado que sólo ellos, esos literatos emocionales y sensibles, pueden vivir historias de amor que rozan lo épico e imposible. 

Sólo un poeta, un escritor que vive lo que siente y siente lo que vive, es capaz de arriesgar o mantener en su vida llamas de amor que le hagan mantenerse vivo, de una u otra manera, y que le permita seguir escribiendo mientras sus párpados continúan vibrando frente al papel.

Leía hoy, por ejemplo, en el suplemento semanal literario de El País, mi siempre esperado Babelia, la historia de la poetisa (o poeta) Elizabeth Bishop.

Poco después de cumplir los 40 años, en una escala en Río de Janeiro, durante un viaje, sufrió, tras probar unos alimentos de la zona, una reacción alérgica que casi le provoca la asfixia.

En ese momento la acompañaba Carlota de Macedo Soares, una rica heredera que había conocido en Nueva York. 

Carlota cuidó de Elizabeth Bishop en ático que poseía en el barrio de Leme. Se enamoraron. Se enamoraron y estuvieron juntas los siguientes 15 años en los que, como puede entenderse, la poeta ya no se movió de Brasil.

Una historia de amor no falta de rupturas, peleas, infidelidades, erotismo, poesía, reconciliaciones y drama. Tras su ruptura final, tiempo después, tuvieron un breve encuentro en Nueva York en 1967: no se sabe si deliberada o involuntariamente, Macedo Soares se administró una dosis mortal de somníferos en el piso que su antigua amante ocupaba en Manhattan el mismo día en que se reencontraban y murió en sus brazos.

Elizabeth Bishop nació en 1911 y obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía en 1956. Una edad temprana para obtener este tipo de reconocimientos. Bishop vivió algunos años en Francia, España, Marruecos y Estados Unidos. Era una de esas viajeras que ansiaban conocer y vivir hasta que el destino la hizo asentarse en en ese Brasil que hoy albergan los Juegos Olímpicos.

Leyendo esta historia, como otras muchas de otros escritores, mujeres y hombres, hombres y mujeres, que no renuncian al amor allá y como aparezca, que prefieren vivir y arriesgar a morir sin haberlo intentado o sentido, me viene a la cabeza la idea de ir escribiendo de esas otras historias anónimas de la vida, que he conocido y conozco, de esas otras personas de a pie, del día a día, que encuentran en la emoción de una mirada, en el sabor de un beso, en el calor de un abrazo, en el riesgo furtivo de un cuerpo, el sentido a sus vidas.

Todos necesitamos relacionarnos, todos necesitamos amor en sus diferentes tipos y facetas. Muchas veces renunciar al amor es renunciar a vivir y vivir sin amor es como dejar de sentir la vida de la manera más poética que podamos encontrar.

Es lo que tiene escribir a primera hora del día, frente al mar, donde parece que en el infinito se diluyen los versos para convertirse en ese primer poema de la mañana.

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