'El running es tendencia... desde el año 831' por THAIS MORALES

Correr está de moda. En las primeras décadas del segundo milenio los occidentales nos hemos vuelto runners vocacionales, para lograr cierta forma física sin tener que pagar cuotas mensuales, para poner a bailar las endorfinas y olvidar a su ritmo la crisis, o, simple y llanamente, para desconectar de todo. Sin embargo, mucho antes que nosotros, en el año 831, unos monjes de Japón ya descubrieron que correr es una forma suprema de silencio. Lejos de las medallas olímpicas, de los ironman y los triatlones patrocinados; más lejos todavía de los suplementos y las bebidas isotónicas, los monjes del monte Hiei, se han convertido en los mejores atletas del mundo. Basta decir que, al final de su preparación, llegan a correr 84 kilómetros diarios durante 100 días consecutivos.



Los monjes maratonianos son budistas, devotos de Fudo Myoo; su templo, Enryaku-ji, está en el Monte Hiei, al norte de la ciudad de Kyoto, y forman parte de la secta tendai. A diferencia de la mayoría de budistas, que cree que la iluminación se obtiene después de haber pasado por varias vidas y tras un largo proceso de reencarnaciones, esta escuela considera que puede conseguirse en una sola vida. No es fácil, pero tampoco imposible. El camino hacia la máxima realización pasa por cumplir con una serie de rituales y actos de devoción a Buda, el más extremo de los cuales es el “sennichi kaihogyo”, una práctica que algunos monjes eligen voluntariamente y que consiste en un peregrinaje que dura 7 años, en el transcurso de los cuales deben completarse 1.000 días de auténticas maratones. Al final, el monje ha recorrido unos 46.000 kilómetros. Por eso no es extraño que desde 1885 solo 46 monjes hayan logrado acabar el kaihogyo.

Etapas del kaihogyo

“El primer y el último de los 1.000 días son iguales. No hay diferencia. El principio es el final y el final es el principio”, dicen los monjes maratonianos. En cada uno de los tres primeros años de esta práctica hay que encadenar 100 días consecutivos recorriendo 40 kilómetros diarios. La cifra de maratones seguidos sube a 200 anuales los dos siguientes ejercicios. La dureza de esta prueba es tan extrema, que no pueden utilizar calcetines hasta el cuarto año. A partir de entonces, además, se les deja utilizar un bastón, el byakutai, que les ayuda a equilibrar sus pasos por los caminos pedregosos, húmedos y a menudo peligrosos, por la presencia de serpientes y animales como jabalíes. El camino hacia la iluminación requiere esfuerzo.

En el quinto año, además, hay que realizar el Do-iri, es decir nueve días de ayuno, sin comer y sin dormir, poniendo el cuerpo al límite, durante los cuales los monjes deben recitar 100.000 veces un mantra. Acerca de esta práctica, que deja exhaustos a los monjes, Yusai Sakairecordaba en una entrevista al periódico japonés Asahi Shimbun: “El segundo día se te secan los labios, las uñas y la piel de tus manos se agrieta. Algunas partes de mi cuerpo parecieron morir, y alrededor del cuarto día empecé a oler a pescado podrido”. Sakai, que falleció el año pasado a los 87 años de edad, fue uno de los tres monjes que completó el kaihogyo dos veces a lo largo de su vida. “La primera vez no me quedé satisfecho, podía haberlo hecho mucho mejor”, explicaba. Y la última lo finalizó a los 61 años de edad.

Llegados al sexto año, hay que volver a realizar otros 100 días seguidos en los que se corre 60 kilómetros diarios. Y durante el séptimo y último año, la dureza del kaihogyo se multiplica: hay que hacer dobles maratones diarios (84 kilómetros) durante 100 días consecutivos, y a continuación otros 100 días en los que se recorren 40 kilómetros cada jornada. 

“Lo más duro de todo es continuar el entrenamiento durante 100 días sin parar. Si estuviera entrenando para un maratón, tendría mis momentos de descanso. Porque sin ellos, un atleta no puede pasar a la siguiente fase de entrenamiento”, explica en el documental de la BBC 'The marathon monks of Mount Hiei', Genshin Fujinami. Este monje fue alumno de Sakai y acabó su kaihogyo en el 2003.

Más que correr, fluyen

Estos budas del running pasan cerca de 17 horas al día en el camino hacia la iluminación. Sus jornadas, literalmente maratonianas, les impiden descansar más de 2 ó 3 horas cada noche, ya que empiezan su peregrinaje poco después de las 12 de la noche. Por eso han aprendido a descansar las partes de su cuerpo mientras caminan. 

“Los monjes armonizan sus pasos con el ritmo del mantra del Fudo Myoo, que recitan continuamente. Y mantienen una profunda respiración abdominal. Un monje experimentado fluye de forma natural y mantienen la misma velocidad en las subidas y en los descensos”, explica John Stevens, maestro de aikido y autor del libro “The marathon monks of Mount Hiei”. “Y aunque parece que caminan”, añade, “si vas a su lado te das cuenta de que se mueven muy rápido. Ha habido runners occidentales que han intentado entrenar con ellos, y como mucho, aguantan una semana. No pueden seguir su ritmo diario durante más jornadas”, añade. 

Se alimentan de arroz, tofu y miso y, a su regreso, cada día, deben meditar, aprender y perfeccionar la caligrafía y ocuparse de los quehaceres del templo. Cuando han transcurrido los siete años de peregrinaje y sus piernas cargan con 46.000 kilómetros y el monje, considerado a partir de entonces un santo viviente, se ha convertido en uno con la montaña, los monjes suelen decir: “La verdadera práctica empieza ahora”.

La motivación: Buda, una daga y una cuerda

Para lograr acabar estos 1.000 días de maratón física y espiritual, al final de los cuales podrán predecir el tiempo por la forma de las nubes y el olor del aire, sabrán qué pájaro está sobrevolando su cabeza sin ni siquiera mirarlo y podrán volar más que pisar los caminos del Monte Hiei, la equipación que llevan los monjes es sorprendentemente sencilla y la misma desde hace siglos: sandalias de esparto (pueden gastar de 2 a 5 pares diarios), una vestimenta de color blanco (es el color de la muerte, un recordatorio de que su viaje le lleva a los límites de la vida), un sombrero, el higasha, que representa una hoja de lotus rompiendo la superficie del agua, y el rosario, en su mano izquierda.

Además llevan siempre un libro, con los mapas de los caminos que deben recorrer y los mantras que recitan en los 270 lugares sagrados por los que pasan, y, como siniestros compañeros de viaje, cargan con una cuerda, “la soga de la muerte”, y un cuchillo por si no pueden seguir y renuncian a su reto espiritual. En tal caso, deben quitarse la vida, ahorcándose o hundiendo en su estómago la daga que les acompaña. En los registros no se ha producido ningún suicidio desde el siglo XIX, aunque sí se sabe que muchos monjes han perecido haciendo el camino. “Pienso en positivo y creo firmemente que puedo continuar hasta el final. Mientras corro, en ningún caso puedo permitirme especular acerca de lo que ocurriría si…”, dice Fujinami.

Por su parte, otro monje maratoniano, el sexto que logró completar el kaihogyo desde la II Guerra Mundial, Tanno Kakudo, aseguraba en otro documental que: “Vivía cada día como si fuera el último de mi vida”. Así es cómo hay que enfrentarse al kaihogyo. O a la vida en general. Porque como decía el maestro Sakai: “El mensaje que quiero dar es, por favor, vive cada día como si fuera tu vida entera. Si empiezas algo hoy acábalo hoy. Mañana es otro mundo”.

Artículo Publicado en Vanity Fair 

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