Jorge Carrión: escribir una novela política.
“Mi mayor aspiración durante los últimos años ha sido convertir la escritura política en un arte”
George Orwell, 'Por qué escribo' (1946)
UNO
LO QUE IMPORTA ES LA INTENCIÓN
Todo es –en un grado u otro– política. También las novelas. Algunas de ellas, no obstante, tienen intención política. Me parece que es ese concepto en el que merece la pena detenerse.
DOS
EL QUIJOTE COMO EJEMPLO
Soy de los pocos en este país que creen que Américo Castro tenía razón: el Quijote, además de tantas otras cosas, es una novela extremadamente crítica con la ideología dominante en la España de los siglos XVI y XVII. Una España dividida en dos castas: la de los cristianos viejos, con todos los privilegios habidos y por haber, y la de los cristianos nuevos, limitados socialmente, bajo sospecha, amenazados por la Inquisición.
No creo que esa denuncia tuviera la máxima prioridad en ese proyecto de Cervantes (como sí la tiene, por ejemplo, en el entremés “El retablo de las maravillas”); pero ahí está: latente, punzante. Las mejores de la literatura española también cuestionan el poder dominante, al tiempo que construyen oposiciones entre las aspiraciones de los personajes y los logros que les concede la estructura social y religiosa: La Celestina, El Lazarillo o La Regenta son ácidos artefactos que revelan sus dianas y lanzan contra ella dardos con cianuro. En ellas no se salva, literalmente, ni Dios. Su existencia, en la columna vertebral del Canon de la Literatura Española (así, con mayúsculas) nos recuerda que la intención política puede ser un motor que activa poderosos mecanismos literarios.
TRES
TODAS LAS NOVELAS SON HISTÓRICAS
Cada texto está atado a una fecha. Cada texto es un comentario de esa fecha. Cada texto revela la posición de su autor respecto a su época y a la propia literatura; y, si está cargado de porvenir, irá revelando también posiciones de lectores sucesivos respecto a momentos del futuro, generando la ilusión de que el autor escribió para ese tiempo que aún no existía.
Una novela siempre cifra un doble mensaje político: sobre las ideologías y sobre el lenguaje que las representa
Una novela siempre cifra un doble mensaje político: sobre las ideologías y sobre el lenguaje que las representa, las cuestiona, las ningunea o las refuta. La pregunta, por tanto, es acerca de cuáles son los lenguajes más convenientes para que el texto se politice a conciencia. La respuesta no existe, porque cada ejercicio literario crea sus propias reglas de producción y de recepción. Sin embargo, algunos ejemplos nos pueden ayudar a encontrar algunas pistas de por dónde van los tiros (en medio de este des-concierto).
CUATRO
LA LITERATURA EN PERSONA SE ENCUENTRA CON LA POLÍTICA PERSONIFICADA
En 1980 la editorial Pomaire lanzó en Buenos Aires la primera edición de Respiración artificial: en aquellos tiempos era posible que una primera novela, como la del casi desconocido Ricardo Piglia, contara con una tirada de 8000 ejemplares. En la solapa se lee: “Tiempos sombríos en los que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir”. La alusión a la dictadura militar que padecía en aquel momento Argentina es evidente; pero que la novela sea una lectura crítica de ella no lo es tanto. O mejor dicho: no lo es en absoluto.
Cuando se reeditó en Anagrama en 2001 ese rastro desapareció y la novela sobrevivió, intacta. La fecha permanece, pero su señal languidece, es más difícil de seguir, de reconstruir. Ésa es una de las manifestaciones de la famosa tensión entre lo particular y lo universal. Los primeros lectores de Respiración artificial no pudieron sacarse de la cabeza, durante lo que duró la lectura, a Videla y a los desaparecidos; para los del siglo XXI el encuentro final entre Kafka y Hitler fue simplemente eso o muchísimo más: el encuentro entre la literatura extrema y las extremas derechas que fueron y vendrán.
CINCO
LA IZQUIERDA DEL CORAZÓN
Soy un escritor de izquierdas, por eso no ceso de preguntarme: ¿Qué es todavía la izquierda? O, mejor dicho: ¿Qué debería ser? Es difícil responder a esa pregunta, hoy, en términos de acción económica. En cambio se puede encontrar una respuesta en otros ámbitos: separación entre Iglesia y Estado, abolición de instituciones anacrónicas como la monarquía, derecho al aborto, igualdad jurídica plena entre homosexuales y heterosexuales. Y algo más vaporoso y esquivo: la defensa de los pobres, de la dignidad, de las víctimas, de los que no ganaron en el vertedero de la historia. “Hay muchas formas de escribir”, escribió Sebald, “pero sólo en la literatura, por encima del registro de los hechos y de la ciencia, puede intentarse la restitución”.
SEIS
NEGRA LECHE DEL ALBA TE BEBEMOS
La palabra restitución es clave en la novela de intención política. Según el Diccionario significa “Volver algo a quien lo tenía antes. Restablecer o poner algo en el estado que antes tenía”. Apagar el incendio y reforestar el bosque. Reparar un daño, asistir jurídicamente al herido, cicatriz y juicio. En otro texto recogido en el mismo libro, Campo Santo, Sebald dispara otra idea importante: “mantener formas narrativas tradicionales que no podrían transmitir un intento auténtico de identificarse con las verdaderas víctimas”.
¿Qué quiere decir con eso el autor de Los emigrados? Intuyo que lo siguiente: el modo en que Dickens consiguió tomarle el pulso a la pobreza londinense del siglo XIX en Oliver Twist, una novela paradigmática de la voluntad de intervención en la política desde la estricta literatura, no puede ser automáticamente trasladado a nuestra época por una cuestión de empatía. El mundo ha cambiado, ontológica, epistemológicamente. Nuestros pobres son otros pobres. Las víctimas de la guerra civil española, de la segunda guerra mundial, de la última dictadura argentina o de los terrorismos de las pasadas décadas presentan sus propias particularidades, sus heridas individuales.
Para que la literatura las identifique, para que el lector se identifique con ellos y ellas a través de la literatura, la novela tiene el deber de buscar nuevas estrategias de representación y de construcción. No puede seguir tratando de sacar leche de las viejas ubres, amarillentas, del realismo.
SIETE
PERIODISMO Y REALIDAD
El realismo moderno nace al mismo tiempo que el periodismo moderno y su retroalimentación pervive hasta nuestros días. Es una de las razones por las que leemos a Jonathan Franzen o nos hipnotiza la disección que hace The Wire de la realidad postindustrial. También el periodismo, como la literatura, realiza un comentario de la fecha; pero el suyo es más inmediato, paradójicamente: menos mediatizado; a menudo, sin futuro. Durante más de un siglo leímos en paralelo novelas y diarios, los hicimos convivir en nuestra vida intelectual cotidiana.
Hemos ido viendo que se puede acceder al pálpito de lo político sin necesidad de atravesar el pape
Mientras tanto, caducó el positivismo científico que sustentaba al realismo, las sucesivas teorías de la física cuántica hicieron que la misma realidad de antes fuera infinitamente más compleja, nuevas tecnologías multiplicaron los lenguajes narrativos; pero el periodismo y el realismo literario permanecieron relativamente leales al paradigma en que tuvieron su origen (fieles a sus costumbres: costumbristas). En los últimos años, nuestras lecturas de la realidad a través de las pantallas han ido agrietando esa identificación. Hemos ido viendo que se puede acceder al pálpito de lo político sin necesidad de atravesar el papel. Que los telediarios de la mañana repasen las portadas de los diarios matutinos parece un brindis al sol (por los viejos tiempos).
OCHO
LECCIÓN DE HUMILDAD
Hubo un tiempo en que la opinión expresada en un diario y la literatura formalizada en un poema o en una novela podían ser formas de intervención directa en la membrana de lo real. Los tiempos de Clarín, Zola, Böll, Sartre o Neruda, que coinciden con los de Marx, Lenin, Churchill, Stalin o Hitler. Tiempos en que un libro podía situarse en el centro de la discusión intelectual, ideológica e incluso vital, porque los textos eran traducidos literalmente en prácticas cotidianas, en acciones. Tiempos en que un político, para alcanzar el poder, tenía que escribir un libro o impartir conferencias brillantes, en lugar solamente de salir por televisión.
Para la gran mayoría de lectores, invocar (qué susto) la palabra compromiso remite automáticamente a ese mundo. En la tradición española, a la Generación del 98. Un malentendido más en una historia, la de la cultura, que está llena de malentendidos. Porque los autores de aquella época son cada uno hijo de su madre y de su padre. Las novelas de aventuras de Baroja o las nivolas de Unamuno no persiguen la regeneración colectiva. El árbol de la ciencia sigue siendo una novela incisiva, pero políticamente es un callejón sin salida. La obra más poderosa de todas las que leemos bajo la etiqueta noventayochista es (atención) una obra de teatro, publicada por entregas en una revista, que se escribió en los 20 y no se estrenó hasta los 70: Luces de Bohemia. La influencia del esperpento de Valle-Inclán, que nos ha ayudado –por ejemplo– a leer la crisis actual, demuestra que seguimos tendiendo a sobrevalorar la novela. Muchísimas novelas fueron olvidadas, se extinguieron: seguimos leyendo, en cambio, un puñado de diálogos, Max Estrella y Don Latino de Hispalis, teatro irrepresentable, la mujer goyesca con el niño muerto en brazos, el destino trágico del Anarquista Catalán.
El lenguaje no es una solución, sino un problema
NUEVE
ENSAYAR, EXPERIMENTAR
La deformación del esperpento, la tensión a la que somete al lenguaje, puede ser una de las respuestas a la pregunta sobre cuáles son los modos más adecuados para representar nuestras realidades. Pensar que el mundo es representable a través de un lenguaje transparente es de una ingenuidad que ya no tiene lugar, me temo, en nuestra época. El lenguaje no es una solución, sino un problema. Por eso merece la pena considerar la lección de humildad que nos brinda Luces de Bohemia y constatar que la novela escrita, literaria, pese a seguir siendo un instrumento privilegiado de discusión, de análisis y de ilusión, por su capacidad vampírica de absorción de todos los procedimientos a su alcance, tal vez sea una forma menos efectiva para la intervención política que el ensayo o la crónica.
Pienso en Testo Yonqui, de Beatriz Preciado; pienso en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, de Cristina Rivera Garza. Precisamente por eso, la novela debe integrar la crónica y el ensayo (si es posible la diferencia entre ambos). Procesarlos. Utilizarlos. O no: respetar su autonomía, ceder a otras formas de escritura y reescritura, más breves, más intempestivas, híbridas de texto e imagen, instantáneas o discursivas, el protagonismo que antaño tuvieron y explotaron y seguramente están perdiendo nuestras queridas y no obstante necesarias novelas.
DIEZ
OPTIMIZAR EL FRACASO
La política se parece en algo al arte: su destino es el fracaso. Seguimos pensando en voz alta en lo que hacemos y en lo que quisiéramos hacer. Fracasamos en forma de novela, de ensayo, de decálogo. Siempre, sistemáticamente, con la esperanza de que (artistas del hambre) fracasemos –también– cada vez mejor.
* Jorge Carrión (Tarragona, 1976). Ha publicado Librerías, finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2013; la novela Los muertos (Mondadori, 2010); los ensayos Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) y Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald (Iberoamericana, 2009); los libros de viaje Australia. Un viaje (Berenice, 2008), La piel de La Boca (Libros del Zorzal, 2008), GR-83 (Autoedición, 2007) y La brújula (Berenice, 2006); y la novela corta Ene (Laia Libros, 2001). Además, ha prologado y editado los volúmenes Mejor que ficción. Crónicas ejemplares (Anagrama, 2012), Madrid/Barcelona. Literatura y ciudad (1995-2010) (Iberoamericana, 2009), El lugar de Piglia. Crítica sin ficción (Candaya, 2008) y Amor global (Laia Libros, 2003). Sus crónicas sobre América Latina han sido recopiladas en Norte es Sur (Debate Venezuela, 2009).
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