'Obrar en situaciones adversas' por Carlos Herrera

Perfecto y divertido artículo de Carlos Herrera publicado en XLSemanal:


Obrar en el campo siempre ha supuesto algún inconveniente para la mayoría de las personas. Si en medio de un plácido paseo entre espigas y amapolas uno siente en sus entrañas el fuego del rayo maldito, y mira alrededor y solo ve clorofila rampante y paisaje cerealista, empieza a sentir la desventura de aquel que se siente abandonado a su suerte. Hay a quien no le supone ninguna incomodidad ni perjuicio: el campo está hecho para el abono y solo hay que apretar y liberar. Pero para otros, minuciosos de la higiene, supone más disturbio: ¿cómo proceder a la limpieza y petroleado de bajos en plena naturaleza? Nadie suele ir provisto de papel higiénico en sus bolsillos, ni siquiera cuando se adentra en las ignotas praderas, así que o bien tira de viejos papeles en la cartera o arranca algunas hierbas del campo, tratando de evitar las ortigas y su ácido fórmico. Incluso la postura no es fácil: cuclillas y observancia para evitar el fuego amigo, la mancha inoportuna en la ropa recogida. Hay quien cae con estrépito, hay quien se pone nervioso, hay quien es sorprendido por algún animal... Aunque también hay quien apoya su espalda en el árbol, la deja caer y encuentra el ángulo óptimo mediante el cual obtener equilibrio y accesibilidad para la descarga. Pero hay que saber, y tiene que gustarte: los que no, apresuran el paso, enrojecen el rostro, emiten sonidos guturales y huyen, huyen sin medida en busca de la porcelana, del trono urbano en el que aliviar la infernal presión que entrecorta hasta la respiración.

Tema distinto es lo que acontece cuando no da tiempo a llegar. ¿Cómo se solventa una entrepierna bombardeada, sembrada, regada por el detrito? ¿Cómo se enmascara el fétido aroma que le envuelve al afectado? ¿Qué se hace con la ropa tintada de marrón indeleble?

Obrar en casa ajena tampoco es garantía de ausencia de inconvenientes. Lo he hablado algunas veces con mis oyentes. Ese día barruntas que habrá tragedia. Efectivamente, a media cena sobreviene un terremoto inesperado y preguntas por el aseo. No mencionas tu desarreglo, al modo de esos que siempre brindan exceso de información: que si me asoma el muñeco, que si voy a pintar a gotelé, que si voy a liberar al monstruo, que si voy a romper el Tratado de Kioto... no; sencillamente te internas en un váter que aparenta normalidad, pero ves con horror al finalizar el servicio que, por ejemplo, no hay papel higiénico y que tienes que pedirlo al dueño de la casa sacando media cabeza por la puerta y dando todo tipo de voces, con la consabida pérdida de dignidad. O ves con espanto que, tras la puesta, ha quedado atascado el inodoro, y el conjunto celuloso-fecal flota entre mares de orina y a punto está de desbordar la taza: puedes, efectivamente, hacer como el que no sabe nada y salir silbando, pero el próximo que entre difícilmente podrá evitar una exclamación y hacer referencia a tu capacidad volumétrica. Y cada vez que te vea durante el resto de sus días siempre te recordará como aquel que defecó un tráiler de heces: sin ir más lejos, la amorosa y amable madre de un amiguito del colegio contestó a su hijo con un estentóreo «¡¡¡estoy aquí, cagando!!!» cuando este preguntó por ella delante de mí en la puerta de su piso. Al pedirle permiso su hijo para que se quedara a merendar el compañero de colegio que le acompañaba, que era yo, vio derrumbada su imagen y con razón: durante los años que mantuve la amistad con aquel niño, jamás pude dejar de imaginarme a su madre en el delicado trance de la deposición, siendo como era una señora de la cabeza a los pies. O no digamos el caso del baño inmediato al salón donde se está produciendo una reunión elegante e importante: a un compañero le sorprendió una descomposición en la petición de mano en casa de su prometida y quedó horrorizado después de preguntar por el excusado al contestarle su futuro suegro «en esta misma puerta», señalándole una inmediata. Entró y no pudo controlar el aparato eléctrico que acompañaba la tormenta; tras el colosal estruendo inacabable, al abrir y asomar temeroso comprobó con horror cómo todos estaban mirando en esa dirección sin mediar palabra. El matrimonio no llegó al año.

Comentarios

  1. Carlos Herrera, siempre destaca por sus capacidades periodísticas en cualquier campo que trata. Es muy bueno escribiendo.
    Me recuerda lo que a continuación paso y sin querer añadir nada al intelecto Carlos Herrera, por supuesto:
    ...Aquel gitanito al que su madre está buscando y le encuentra en un rincón de una calle vieja del pueblo; Le ve agachado y bajado su corto pantalón; y más que con color rojo en su cara, morado e inflado, apretando fuertemente las mejillas. ¿¡Qué haces aquí flaquito mío!?; ¿¡Que te pasa!?. A lo que su chupado peque le responde muy preocupado: ¡Maaama, etoyyy etreeeeeñíííííío!.

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