'Sabios' por Juan Manuel de la Prada
Nuestra época no favorece el florecimiento de los auténticos sabios; y hasta me atrevería a decir que, en cuanto detecta a uno, corre a acallarlo. Cuando se enumeran los males que afligen y corrompen nuestra época nunca se menciona esta postergación que sufren los sabios; pero para mí que es una de las causas más evidentes de tales males, que a la vez que priva a la sociedad de un bien presente la esteriliza para bienes futuros. Allá donde no llueve, el desierto avanza; y allá donde la sabiduría no encuentra las vías naturales del magisterio, la gente acaba idiotizándose. Pero ¿qué es un sabio? No es, desde luego, un erudito, ni una persona que ha hecho un acopio ingente de conocimientos; tampoco un 'experto' o dominador de una ciencia o técnica concreta. Leonardo Castellani probaba esta definición del sabio que me parece acertadísima: «Es el capaz de enseñar una ciencia; o bien todas las ciencias armadas en sabiduría. Es el capaz de enseñar, el que posee una disciplina en habitus vital, el que la abarca entera y perfecta dentro de sí o, mejor dicho, ambula él adentro de su orbe. Son gente rara. Ven todo el mundo a través de su ciencia, la hallan en todas partes, se hallan con ella, y están haciendo allí continuos descubrimientos, en luna de miel o noviazgo perpetuo».
El sabio, en efecto, vive dentro de su ciencia, como el niño gestante vive dentro de la placenta que le brinda sustento; pero, paradójicamente, su visión del mundo es abarcadora. En esto se distingue del mero erudito, para quien sus conocimientos acaban convirtiéndose en una cárcel esterilizadora; el sabio, por el contrario, viviendo dentro de su ciencia, puede mirar el mundo con vista de águila, y allá donde posa la mirada su ciencia se torna fecunda e iluminadora. El sabio puede adentrarse en territorios que no son los suyos (a diferencia del erudito y del 'experto') y colonizarlos de inmediato e incorporarlos a su orbe; y puede, además, brindarlos, enseñarlos a los demás, de tal modo que provoca en quienes lo leen o escuchan un movimiento de adhesión gozosa. El verdadero sabio, a través de sus enseñanzas, no solo nos invita a pensar, sino que nutre de esqueleto y musculatura nuestro pensamiento; no solo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa hacia nuevas pesquisas, por caminos nunca antes transitados. El sabio, en fin, tiene la capacidad de elevarnos desde el plano de las contingencias al plano de los principios o primeras causas, de manera que lo que hasta entonces se nos había antojado un batiburrillo contradictorio cobra una forma inteligible. De ahí que el sabio sea concienzudamente ninguneado, perseguido, aniquilado por los poderes establecidos, a quienes no interesa que existan personas que, viviendo en luna de miel o noviazgo perpetuo con el conocimiento, logren transmitirlo a quienes los leen o escuchan; y puesto que tales personas todavía ¡milagrosamente! existen, conviene a los poderes establecidos que su magisterio se marchite.
Durante los dos últimos años y pico, como director del programa televisivo Lágrimas en la lluvia, he tenido ocasión de conocer a unos pocos sabios. Son, en efecto, gente rara (en el doble sentido de 'escasa' y de 'preciosa'), y no porque sus hábitos sean estrafalarios o su temperamento áspero (pues, por mucho que el mundo los tache de 'intratables', suelen ser personas entrañables), sino porque dicen cosas que ya nadie dice, cosas que parecen 'marcianas', en medio de las simplezas que nos han repetido machaconamente mil veces y que hemos llegado a hacer nuestras como papagayos. Me admira en ellos su insobornabilidad: podrían haber empleado su inteligencia en halagar al mundo, y a cambio el mundo los habría obsequiado con honores y aplausos; podrían haberse amoldado a las formas de pensamiento inerte, mansurrón y eunuquizado que triunfan en nuestro tiempo, y habrían sido encumbrados a las más altas magistraturas, o entronizados como 'referentes morales' (¡vade retro!); pero han preferido ser fieles a la ciencia con la que viven en noviazgo perpetuo, y el mundo se lo ha hecho pagar con creces. Puedo comulgar mayormente con lo que dicen (como me ocurre con Miguel Ayuso, tal vez la persona más sabia que haya conocido en mi vida), o discrepar (como a veces me ocurre con Antonio García-Trevijano), pero en su proximidad las costuras de mi espíritu se ensanchan; y aunque su sabiduría ¡ay! no se me pegue, puedo disfrutar siquiera por unos minutos de su visión de águila, e imaginar un mundo en el que los sabios no hubiesen sido condenados al ostracismo.
Si sabios son quienes tienen conocimiento profundo en ciencias, letras o artes; Quienes tienen conducta prudente en la vida o en los negocios; O, quienes tienen grado más alto del conocimiento. ¿No lo es también aquel que disponiendo del grado más alto de su conocimiento, reconoce lo poco que sabe?. Dejando este mundo nos daremos cuenta de que no existe diferencia entre la capacidad de mente de todos. ¿No es sabio aquel que guarda silencio cuando a costa de sacrificio hay que hacerlo?; ¿No es sabio aquel que no teniendo otras opciones se dedica a llevar a buen puerto aquello a lo que únicamente tiene alcance debido a su posición social o que su entorno le permita?; ¿No es sabio aquel que salvó su vida nadando, viendo al considerado sabio hundirse en el agua por no saber nadar?; ¿No es sabio aquel que utilizando su prudencia, en vez de desahogarse hablando de hechos ocurridos, se inclina por actuar de acuerdo con su frase creada ?. Fuera de tener o no tener conocimientos profundos en cualesquiera de las ciencias, ¿No es de sabios oír lo que dicen los que son y que por ello les consideran sabios?; ¿No es de sabios estudiar cuanto esté al alcance sobre las contradicciones habidas en las teorías de tales sabios?; ¿Quién fue quién tuvo más sabiduría, aquel que alcanzó altos niveles por su prudente conducta en los negocios, o la madre que lo parió y el padre que lo hizo, quienes confiando en él cedieron todos su ahorros porque como padres se dieron cuenta que aprovecharía en los estudios?; ¿Quién podría haber sido más sabio, el que tuvo la suerte de disponer de pasta para iniciar, concluir sus estudios, y dar continuación ilimitada su saber, o aquel que al no tener tal posibilidad se dio cuenta y concluyó pensando que este mundo es una p. m.?. Etc..
ResponderEliminarAclaro que me he desviado de todo lo que Juan Manuel de la Prada dice en su cita, y firmo que en su contenido encuentro el gran talento de un buen literato, columnista, tertuliano televisivo y radiofónico, etc.. Y sí he querido jugar un momento con pensamiento a la deriva, que de vez en cuando, no saliéndose uno de la raya, no está mal.
Paso nuevamente parte del texto que no sé el por qué no ha salido. Copio la pregunta íntegra:
ResponderEliminar¿No es sabio aquel que utilizando su prudencia, en vez de desahogarse hablando de hechos ocurridos, se inclina por actuar de acuerdo con su frase creada “CUANDO EL SILENCIO ME LLAMA …”?.
No va mal encaminado J. M. de la Prada, en el comienzo de su escrito: “Nuestra época no favorece el florecimiento de los auténticos sabios; y hasta me atrevería a decir que, en cuanto detecta a uno, corre a acallarlo”. …
ResponderEliminarPor lo que paso unos renglones del libro (“LOS MASONES”, de Cesar Vidal):
“…En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. …”