'El gobierno de los demagogos' por Juan Manuel de Prada

TRAS probar sus dotes como profesor de semántica parda con esa lección descacharrante sobre los usos figurados de la palabra war, José Antonio Alonso nos brinda otro sofisma la mar de simpático, esta vez para justificar las concesiones del Gobierno a los nacionalistas vascos. Afirma Alonso que de la Tesorería de la Seguridad Social no saldrá ni un solo euro; que es tanto como si el portavoz del Ku Klux Klan afirmase, con perfecta seriedad, que de su organización no ha sido expulsado jamás un negro, en lo que no le faltaría razón, puesto que jamás ha ingresado ninguno. Con las concesiones al nacionalismo vasco no saldrá, en efecto, ni un solo euro de la Tesorería de la Seguridad Social; pues de lo que se trata es de que dejen de ingresarse cerca de quinientos millones. Tan burdo sofisma sólo puede ser formulado por un mentecato o un cínico; pero en el reino de la demagogia hasta los mentecatos pueden permitirse el lujo de resultar cínicos.
Demagogia es como llamaba Aristóteles, en su división de los gobiernos (Política, III, capítulo V), a la degeneración de la democracia. ¿Y en qué consiste la degeneración de un gobierno? En la perversión de su objeto, nos enseña el Estagirita. El objeto de un gobierno sano es la consecución del bien común; y el objeto de un gobierno corrompido es la consecución de intereses particulares. Un gobierno que satisface intereses particulares —y la satisfacción de intereses particulares siempre se logra a costa del bien común— es perverso por naturaleza; pero para ocultar la perversión en su natura, las demagogias de hogaño —mucho más sofisticadas que las que conoció o pudo imaginar Aristóteles— satisfacen simultánea o consecutivamente muchos intereses particulares, de tal modo que su adición proyecta un espejismo de satisfacción del bien común. Y así, por ejemplo, después de pactar con los nacionalistas vascos las concesiones que permitirán a Zapatero mantenerse aferrado a la poltrona, ya nos anuncia este gobierno de demagogos que otras regiones también podrán acogerse al régimen privilegiado del que disfrutará el País Vasco. De tal modo que, cuando todas ellas lo disfruten (¡y sin que haya salido ni un euro de la Tesorería de la Seguridad Social, oiga!), el gobierno de demagogos podrá satisfacer otro interés particular de los nacionalistas vascos, que a su vez será exigido desde otras regiones, en una espiral de reclamaciones impulsada por la fuerza motriz del agravio o la envidia.
Decía Quevedo que la envidia está siempre amarilla, porque muerde pero no come. Y lo mismo les ocurre a las sociedades en manos de demagogos, convertidas en un enjambre de reivindicaciones particulares que nunca deja a nadie satisfecho, porque basta que se satisfaga una para que el vecino se considere agraviado; y satisfaciendo al vecino sólo se logra agraviar al que primeramente se satisfizo, y así hasta la descomposición de la propia sociedad, que desposeída de la noción de bien común, deja de ser una «mancomunidad de almas», para convertirse en multitud de gentes enzarzadas entre sí en una guerra (war) de sucesivos intereses particulares que, aun colmados, nunca sacian del todo; o, mejor dicho, cada vez sacian menos. Pero el bien común, mordido por unos y otros, acaba convertido en despojo; como acabará esa Tesorería de la Seguridad Social de la que no saldrá ni un euro, según afirma con cínica mentecatez Alonso, profesor de semántica parda.

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