Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 32
A/8.L
Alguien que decide hacer algo debería hacerlo tras juzgarlo como lo mejor que puede hacer en ese momento.
“Quien aprende lo que es bueno y lo que es malo nunca se dejará llevar por nada para actuar de otra manera que no sea lo que le indica el conocimiento”, le dijo Sócrates al filósofo Protágoras. Una vez que sabemos las acciones que son virtuosas, razonables, buenas y llenas de sentido común ¿por qué o para qué hace otra cosa?
Comienzas la semana con estas reflexiones a las que te lleva ser consciente de que a sabiendas de esto, cada día haces cosas que van directamente en detrimento de tus intereses, de los que te rodean y, lo que es peor, de tu salud (física o mental). Comes o bebes a sabiendas de que perjudica la salud; compras, gastas, en lo que no necesitas; te enfadas con personas a las que quieres o aprecias. Esto, en definitiva, es la dichosa ‘acrasia’.
Has estado en el médico que te dice que los resultados de los análisis han mejorado respecto a los últimos, pero que debes hacer deporte y cuidar la dieta. No estaba tu doctora habitual. Éste de hoy era joven y grueso. Le dices que haces deporte y que no comes mal, exceptuando el exceso de botellines y algún vino. Te callas lo que ibas a decirle a continuación, te lo dices a ti mismo mientras le miras: “yo creo que es usted el que debería hacer deporte y ponerse a dieta”.
“Descubre quién eres y encontrarás todas las respuestas”. Nisargadatta, ‘Yo soy Eso’
De un modo u otro, llevas tu vida basada, fundamentalmente en el trabajo y con el trabajo tratas de mantener una mínima calidad de vida a todos, directa o indirectamente. ¿Qué podría haber sido distinto?
Viajarás después a Segovia, capital del exceso calórico y de riqueza gastronómica.
Al igual que deben evitarse los tres elementos siguientes: el odio la envidia y el desprecio”. Séneca
Has visitado tu librería de viejo favorita, dices de toda España, al menos de las que conoces, y hoy te llevas dos novelitas de Umbral. No sabes si las tienes, todo lo de Umbral quedó en esa parte de la biblioteca que todavía no has recuperado. Tampoco te importa repetir mientras sean diferentes ediciones.
Con I, tu compañera responsable de comunicación, que también escribe, hablas de eso, de libros, de bibliotecas. Le comentas tus miedos sobre qué será de todos ellos y, por otro lado tu manía de comprar más, de acumular más. Te dice que los libros, al fin y al cabo, son tu casa, tu hábitat, que cuando no estés pues al igual que dejas tu cama, tu sillón, dejarás los libros. Y es verdad.
La humildad es la no respuesta a las llamadas del consumo y el apego.
Cierto es que para llegar a esta conclusión siempre hay que pasar por la irresponsabilidad y la imprudencia. Por la soberbia. Todo es una lección. Es fácil hablar de lo que no se ha vivido, pero cuando se vive, lo mejor es enseñar desde la experiencia.
Para ser humilde hay que ver las cosas tal como son, no como quisiéramos que fueran. No todo es luz, pero tampoco oscuridad.
Para ser humilde hay que escuchar y callar. Aprender y admitir. Dar y no recibir.
Para ser humilde debemos aprender a perdonar y perdonarnos.
Para ser humilde debes reconocer tus limitaciones, conocer tus debilidades, vivir tus defectos y, ante todo, no hacer exposición de tus logros y virtudes.
La humildad es, posiblemente, todo aquello de lo que carecemos.
Asumes que ya no aguantas lo que aguantabas antes, que tal vez la soledad te esté convirtiendo en esa persona exigente que nunca has dejado de ser pero que ahora parece se ha agudizado.
Llegaste ayer de Segovia a una hora aceptable. Estabas tan cansado que ni si quiera se te pasó por la cabeza parar a tomar uno de esos botellines del jueves.
El trabajo salió bien. Conoces a políticos, de esos locales, de pueblo, que te recuerdan que todavía quedan gentes que creen en lo que hacen, en todo esto que se llama política municipal, sobre todo en lo rural y todo lo que conlleva. Escuchas también algunas gilipolleces y llegas a la conclusión de que una cosa es la realidad y otra, muy diferente, esa teoría que, como no puede ser de otra manera, se queda para los teóricos.
Hiciste de ayer un día largo. Lo necesitabas. Te enredaste con los amigos y ahora lo sufres.
Quieres ir a ver al sobrino y comer con los padres. A partir de ese momento el movimiento será nulo.
Habéis estado viendo al pequeño de la familia que duerme y come, come y duerme, en un estado de plácida vida desde que nació. A. lo cogió en brazos, le mira con ternura y amor y sientes una de esas emociones que eres incapaz de describir. Tú no lo tomas en brazos. Prefieres no andar zarandeándolo como si fuese un balón.
Coméis con los padres. Están muy bien. Los ves realmente bien. Han pasado un invierno duro pero el haber sido abuelos de nuevo les ha hecho florecer a la primavera.
Tú estás bastante cansado. No sabes cómo ponerte. No duermes tus horas y te entra una especie de morriña constante.
Lo que pasa a nuestro alrededor si dejamos que entre en nosotros nos puede hacer hundir.
No dejes que te afecte lo que te rodea.
Conformarte, dominar los deseos. No exigirte en exceso. Ser realista con el Aquí y el Ahora. Pensarte.
Tiendes a pensar demasiado en lo que vendrá, que no tiene por qué venir. Ansiedad. Recuerdas aquel momento, hace años, cuando todo se hizo añicos y pensabas que todo terminaría por derrumbarse en tu vida. Esos días encerrado en ti, con miedos, tembloroso, quejoso. Todo fue cambiando, todo, el todo, fue lento. Quedaron ahí las heridas, profundas, alguna sin cerrar. No sabes las consecuencias que pudiera tener para tu futuro emocional, de salud. Todo fue una profanación interna. Un desalojo existencial.
Ahora todo son dobles grados, másteres, doctores… no hablemos de académicos, catedráticos. ¿Lo saben todo? Puedo asegurar que son capaces de aprenderse una lección y cantarla como papagayos. Diría que cualquiera sabría hacerlo sin muchos de esos títulos. Les falta lo esencial, sabiduría, experiencia, brío, sangre.
La filosofía, en aquél entonces, era el tratamiento de las enfermedades del alma. El filósofo era doctor, terapeuta del alma, y la escuela filosófica era el hospital.
¿Cómo deberíamos salir del hospital? ¿Sonriendo o doloridos?
La visita al doctor, si es que pretende curarte de algo, normalmente es dolorosa. Quizá tiene que recolocarte una articulación o curarte una herida. Tocará justo donde te duele.
La visita al filósofo, decían los estoicos, es igual.
Uno no debe salir contento, sino aterrorizado.
¿Por qué? Porque el filósofo detecta tus vicios, los extirpa y te los muestra.
Todo aquello que esté podrido dentro de ti lo pone delante de tus ojos para que puedas comprender por qué vives miserablemente.
El buen alumno, ese que quiere aprender el arte de vivir, después de tal demostración no puede tener tranquilidad para ponerse a aplaudir o alabar.
Deberá estar preocupado por el bienestar de su alma. Deberá hacerse consciente de su enfermedad.
¿Quién aplaude cuando le dicen que está enfermo?
Decía Epicteto que la invitación del filósofo es esta: “Te invito a que vengas a oír cómo andas mal y cómo te cuidas de todo antes de lo que deberías cuidarte, y que ignoras el bien y el mal, y que eres un desgraciado y un miserable.”
¡Vaya invitación! ¿Verdad?
Quien de verdad quiere ayudarte no tiene que decirte lo que quieres escuchar, sino lo que necesitas escuchar.
Quien se preocupa sinceramente por tu bienestar no tiene miedo de hablarte con claridad.
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