Diario de un Estoico. Lo que el viento nos deja. Semana 47
J/17.L
Tampoco he comenzado el día mejor. Despistado. Con prisas. Después de salir, caminados doscientos metros, tuve que volver a casa –olvido, despiste- a tomar esas pastillas que ya me acompañan, que si la tensión, que si el colesterol.
La liberación sería el fin de intentar cambiar lo que es o buscar algo distinto de lo que es.
El final de la búsqueda, el final de convertirme en algo distinto de lo que soy, en este instante.
Pero tengo ahora pendiente leer un libro político escrito por un ex político. Será el primero que lea en muchos años, pero me interesa el personaje, la persona, a la que conocí personalmente y, como muchos, seguí con admiración hasta su caída a los infiernos: Rodrigo Rato.
Ha publicado un libro: ‘Hasta aquí hemos llegado’, en el que hace un repaso de su vida, éxitos y, parece también, errores.
Rodrigo Rato pasó por la cárcel, como muchos otros políticos de aquel entonces. Tuvo una detención mediática, que interesaba exponer, humillante.
Los entresijos de los porqués de todo aquello, los que conozco y los que no, pueden estar en el libro. Por eso me interesa. Si fue culpable, ahí sus penas de cárcel. Lo que ha cumplido y lo que le quede. Eso no quiere decir, como en otros casos, me siga interesando la persona y sus capacidades.
Lo he escuchado tres o cuatro veces antes del llegar al despacho. Sentido y sentimiento, de cómo una canción puede alegrarte el inicio de un día que, poco o nada, sabes si terminará en ese orden que necesitas para dormir en paz.
Mi padre, funcionario, no hacía otra cosa más que trabajar. Trabajaba todo el día. No sé las horas que echaría al día el hombre, porque en aquel entonces creo que los convenios laborales no existían. Sé que lo hacía feliz y con un propósito: hacernos prosperar. Algo que ha hecho siempre, incluso jubilado, de una manera ejemplar.
Pero allí estábamos, en ese sótano con un patio donde tendían los vecinos y nos veían jugar a mi hermano y a mí. Entonces los vecinos eran mucho más que vecinos.
Parecía como que los que vivíamos por debajo del bajo, el sótano uno y dos, éramos los pobres del edificio. Por encima del bajo, hasta el quinto piso, eran los pudientes.
Mi padre trabajó y trabajó hasta que consiguió comprar otro piso, esta vez en el primero, en el mismo portal, con una magnífica terraza y, simbólicamente, era como haber subido en el escalafón social.
De ese sótano tengo tantos recuerdos felices que podría escribir un libro entero.
Las ventanas daban a una calle inclinada, calle de Aguilafuente con lo que tenía una fantástica iluminación.
De vez en cuando me gusta pasar por allí, recordar de dónde vengo, más allá de ese pueblo raíz mía. Recordar también cómo un hombre que venía del pueblo, con una plaza de funcionario bajo el brazo, como muchísimos de aquel entonces, pudo sacar adelante una familia entera, haciéndola progresar hasta vivir, años después de ese cambio, en un piso en uno de los barrios más emblemáticos de la capital.
Y ¿cómo lo hizo? Fundamentalmente no quejándose. Fundamentalmente echando horas y horas de trabajo. Fundamentalmente emprendiendo. Fundamentalmente entregado a un objetivo: su familia.
Sánchez Preciado 65 me educó. Cuando tenía, creo, no más de 15 años, nos marchamos del barrio a otra zona cercana, más moderna y ‘noble’.
Pasamos a las llamadas urbanizaciones, cercanos pero diferente; con terrazas, garaje para coches, piscina. Pero mi padre y mi madre no cambiaron.
Mi padre siguió echando las mismas horas de trabajo hasta jubilarse y mi madre, por supuesto, jamás ha dejado de echar esas horas infinitas, inagotables, nunca pagadas ni agradecidas, como persona dedicada a cuidar de todos nosotros.
Aquel sótano, sótano A; aquel Sánchez Preciado 65, creó y marco mucho de lo que soy. Sobre todo marcó mi gratitud por siempre a mis padres.
No echo de menos, para nada, haber crecido en un lugar mejor o de más prestigio. Todo lo contrario. Crecer allí me hizo valorar a cada uno por encima de su procedencia o posibilidades. Es más, creo que soy más generoso, en todos los sentidos, con aquellos que proceden de las zonas más humildes.
Nadie es más que nadie por el hecho de tener o poseer.
El día a día me ha demostrado que aquellos que menos tienen, y por lo tanto menos alardean de tener, poseen más valores que los que tienen o intentan tener en apariencia.
Almorzamos ayer en uno de esos lugares que agradan el estómago y ennoblecen los productos que nos ofrece esta tierra nuestra, este país de una agricultura y gastronomía sin igual. No lo conocía. Hermanos García de la Navarra. Cocina tradicional. Hortalizas y verduras de Navarra, carnes gallegas, pescados cantábricos, buen vino (en este caso madrileño) y una buena mano en la cocina. Diré que estaba completamente lleno, sin un solo rincón vacío.
Contaré por aquí que, como curiosidad o cierto cotilleo, en la mesa de al lado a la nuestra comía la Infanta Elena con el periodista ángel Expósito. Marcharon pronto saludando a todo aquél que percibía la presencia de la Señora.
Hacía años no coincidía con la Infanta. En mi época de director general de Empleo, poco antes de mi cese, tuve el honor de acompañarla, como responsable del área de Acción Social de la Fundación Mapfre, a uno de esos Centros Especiales de Empleo que subvencionábamos en el buen hacer. Siempre me llevé una magnífica impresión de ella. Simpática, agradable y muy cercana. Nada protocolaria. Ayer me di cuenta que por la realeza también pasan los años.
Tres o cuatro. O cinco. Lo voy pensando hasta el día de la marcha, incluso hasta momentos antes. Luego, en algún caso, quedan en la mochila y son sustituidos por alguna adquisición novedosa.
Entro en período, estas dos semanas, de reflexión, elección y acopio.
Y vuelta a despertar. Ya me he dado mi caminata temprana y pensativa por estas calles de Madrid, esquivando algún que otro escupitajo de la noche.
Hace calor, sí, pero es la época del año que más me gusta. La más lenta.
En la lentitud se hacen las cosas mejor y se disfrutan mucho más. El verano es para ralentizarlo, amarlo lento, acariciándolo, consumiendo sus días como esos versos que construyen el infinito de un poema. Aparcar los problemas y sentir la vida como si no fuera a acabar jamás.
No ante cada instante como si fuera el último…
Sino como si fuera la primera vez;
con el asombro del niño
y la serena vejez.
Sin ambición,
sin prisas,
sin odio,
sin miedo,
sin juez”.
Rafael Lechowski
Sabes que lo que haces es correcto.
Confías en lo que haces.
Encuentras esa Paz mental tan necesaria.
Tranquilidad interior.
Serenidad.
Me gustaría convencerme de que están las cosas bien.
Me gustaría convencerme de que el futuro no es complicado.
Nada me tranquiliza porque, simplemente, nada me satisface como yo quisiera.
Siempre falta algo, pero no sé lo que falta.
Siempre lleno, pero desde una sensación de vacío.
Las pequeñas cosas. Esas cosas sencillas que te aportan una felicidad inmensa.
Cuando uno ignora, uno aprende.
Lo difícil te hace más fuerte y solo los fuertes son capaces de crear en tiempos difíciles.
Todos estamos en el mismo barco aunque algunos pretendan separarnos. La política es esencial para construir una sociedad mejor y más justa. Los políticos fomentan el enfrentamiento justificado en ideologías.
Dejemos de mirar hacia fuera. Mira hacia dentro, desde la reflexión y la calma.
Vivir con serenidad.
Pensar que el futuro inmediato es incierto, supone generar inestabilidad en el presente. Pero no pensarlo no es responsable.
Ponerte en lo peor e intentar encontrar una solución a esa ‘posible’ situación.
Mucha filosofía. La filosofía calma las heridas y nos ayuda a pensar.
Nos preparamos para vivir, pero nunca vivimos.
Nunca tenemos tiempo para lo importante de nuestra vida hasta que comencemos dárselo, hasta que dejemos de retrasarlo y empecemos a priorizar aquello que es importante para nosotros.
El coste de la procrastinación es la vida que podríamos haber vivido, y pocas cosas hay más dolorosas que llegar al final de nuestros días, mirar atrás y darnos cuenta de que dejamos en el cajón nuestros sueños porque siempre teníamos la misma excusa: “algún día”.
Aprender a priorizar.
Todo cambio depende de uno mismo. Todo gran cambio depende de la suma de los cambios de cada uno. No hay excusas.
El derecho al voto se debería convertir en un deber. Debería ser obligatorio, como en otros países. Luego nos quejamos por todo, de los unos o de los otros, los unos o los otros, los de un lado y los del otro.
Si queremos que las cosas vayan por un camino determinado o se hagan de una u otra manera, debemos aportar esa opinión en libertad, de la manera más democrática que existe, votando.
No sé si me aburría o no, el caso es que me tiraba horas pensando en mis cosas. No me echaba la siesta. Comencé a leer libros y mal escribir. Mis padres tampoco nos dejaban ver la tele tras la comida, excepto los fines de semana.
Hoy a nadie le da tiempo a aburrirse. A algunos ni si quiera les da tiempo a echar la siesta o dormir. Enganchados a los móviles desde pequeños. Colapsados de información. Ni se piensa, ni se razona, ni se aburre uno, algo tan importante en esta vida de ajetreo que nos lleva a toda velocidad.
Pensar es un lujo. Comenzamos un período de eso, de pensar.
Controlar los engaños de esta sociedad: la ignorancia, el odio y el deseo incontrolado.
Muy poco puede hacer la abundancia de bienes por nuestra felicidad.
La riqueza, exceptuando lo que tiene que ver con satisfacer esas necesidades reales para vivir dignamente, apenas tiene que ver con nuestro verdadero bienestar. En cambio dedicamos nuestras vidas a desear y adquirir sin fin como si nos lo fuésemos a llevar tras morir, en vez de pensar en nuestro cultivo interior.
“Está fuera de toda duda, decía Schopenhauer, que lo que uno es suma mucho más a su felicidad que lo que tiene.”
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