18.10.2020... La Taberna.

Estos días que el COVID me ha hecho parar. Entre desgana y algún que otro sobresalto que voy superando gracias al antibiótico, he tenido demasiado tiempo para el pensamiento. Tener tiempo para pensar puede convertirse, si no lo controlamos, en un castigo con uno mismo. Creo que a veces por eso las personas piensan poco, o menos.

De todos los pensamientos que acumulo, diría que el más instructivo es que la vida está llena de esperanza. Todos hemos cometido acciones negativas, nadie ha sido ni creo sea perfecto, pero siempre tenemos potencial para crecer y estar libres de todo aquello que nos perturba, que nos confunde, que nos genera miedos. Se crece desde abajo, nunca he visto que se crezca desde arriba

Juan, un amigo de esos que el tiempo va haciendo independientemente de la distancia, me hizo llegar una reflexión que tiene mucho que ver con esto: “una vez que asumimos o tomamos consciencia de lo, con perdón, miserables que somos, podemos empezar a construir, y, de hecho ahí está la panacea, sabiéndonos lo peor que construimos, por lo que, tampoco seremos tan malos ni tan vulnerables.” 

Construir desde lo peor. Construir desde lo derruido. 

Vamos por ahí creyéndonos supermanes, pero somos, simplemente, seres tan frágiles y vulnerables como los demás. Y esta es la gran lección de esta pandemia. 

Esa vulnerabilidad, esa fragilidad humana, del ser, te provoca miedo. Miedos que tal vez desconocías pero que son esenciales en el vivir. 

Hace unas semanas caminaba, trabajaba, como si a mí no me fuera a ocurrir nada. Pero no es así. No quiero decir que si me hubiera preocupado un poco más no me hubiese contagiado. No. Ni yo sé cómo, ni dónde, ni cuándo. Pero sí tal vez hubiera sido algo más consciente o hubiera tenido más cuidado en determinados lugares. 

Porque al final, culpar a los demás de lo que nos pasa es lo fácil. Los responsables de lo que nos pasa somos nosotros. 

Antes fue el fútbol, la religión o la política. Ahora lo que genera discusión en los grupos de amigos, en las familias, en los corrillos, con uno mismo, es el COVID. 

El COVID y las medidas que se adoptan. El COVID y lo que hacemos mejor o peor. Bares sí, bares no. Que si tú haces y yo no. Que si te juntas o sales más o menos a la calle. Que si eres un inconsciente o tienes miedo. Que si salud primero o economía. Que por qué 10 días de cuarentena desde el positivo y no 25 o hasta tener un PCR negativo. 

La verdad,  no sé el por qué de casi nada, exceptuando aquello que tiene una respuesta científica. Con razón o no, pero debo fiarme. El resto son debates, generados por unos u otros, en los que opino desde un punto de vista normalmente interesado. 

Y uno de esos debates que surge es el del cierre de los bares. 


Me gustan los bares.
Me gusta el ambiente de los locales que rezuman siempre el olor de la alegría, el calor de un vino o una caña bien tirada. 

En el bar se respira la vida y se vierten entre las servilletas de papel las canciones que acompañan nuestro difícil camino. 

Y sí, soy yo y no el tabernero el que tiene la culpa de quitarse la mascarilla nada más entrar y no ponérmela hasta el salir a riesgo de contagio. No tiene culpa el establecimiento, ni el camarero, de mi poca responsabilidad. Del camarero depende su ser porque le va en ello, normalmente, el pan de su familia y de las familias que lo trabajan. 

Cerrar los bares, cerrar los negocios, es lo más fácil,  pero con esta medida estamos reconociendo el fracaso de la responsabilidad personal. 

El bar te recoge de la soledad, te guarda el silencio y te escucha también desde tu propia mediocridad. En el bar todos tenemos argumentos, esos que terminan cuando llegas a casa. 

El café de la mañana, la cañita de antes de comer. El menú en la barra o en la mesita de pie. La comida con los compañeros, la sobremesa. El vino del final de la tarde repasando lo conquistado o lo perdido. 

He escrito muchas líneas, de palabras sin sentido. Me he reído con los míos, me he reído de mí. He soñado. He llorado y he sufrido en la esquina de alguna barra mientras un camarero recogía los despojos de mi alma. En el bar. 

Los bares son el templo de la dicha. El encuentro y la compañía. 

Siempre lo he dicho: si te sientes solo, vete a un bar. No tienes por qué ir a beber alcohol. Tomate una Vichy o una Coca-Cola. 

Ahora cierran los bares, cuando tal vez sean muchos los que necesiten el cobijo de un chato de vino que guarde el miedo que le recorre y esconde la soledad que el acompaña. 

Todos hablamos, pero todos desconocemos. 

Los que toman decisiones no quieren reconocer su ignorancia manifiesta porque eso sería ser humilde y la humildad no es un valor que caracterice a ninguno de los líderes que nos rodean. 

La humildad no degrada, engrandece. No debilita, fortalece. 

La situación es realmente inquietante, el desenlace incierto. 

No se trata de buscar culpables, se trata de buscar las soluciones más acertadas y que menos daño provoquen en la sociedad. 

Somos una sociedad de listos e inteligentes. Yo soy el más listo, o eso me creía hasta que un día te das cuenta de que lo que realmente eres es el más tonto. Darse cuenta y reconocerlo es un gran paso. Es un paso adelante. El siguiente paso es no cometer el mismo error cometido. 

¿De qué sirven las retóricas? Esto es una pandemia como lo fue la peste, ni más ni menos. Un tiempo después. 

Cheers es una de esas series, poco conocida para los jóvenes, con la que disfruté mucho de adolescente. En el último capítulo de las 11 temporadas, el dueño del bar en el que transcurría la serie, Sam Malone, no permitía la entrada a un cliente a última hora: “lo siento, estamos cerrados”. Las luces del local se apagaron y hasta ahora. 

Ahora todos nos sentimos como aquel último cliente. 

Y ¿ahora qué? Que será lo siguiente en cerrar. ¿El metro? 

Ver caras. Escuchar ruidos. Cambiar aire. En los bares se recala por muchas razones y no es solo, ni la única, el enjuague de la boca en alcohol. 

Es el café, la reunión, el pincho de tortilla, el negocio, la tertulia, el té. Es el calor. Es el olor. 

Tengo mis tabernas de referencia como la Taberna Alba's que regentan Javi y Estrella, que me hacen sentir bien incluso cuando estoy solo; o el bar Cantalejo de Luis, por el que me encuentro los compañeros del Grupo. 

Todos son familias que viven, que ganan sus sueldos, de sus negocios. Un negocio sacrificado, como muchos otros pero más. Un negocio que en ocasiones no da más que para pagar esos sueldos de las familias que lo trabajan. 

Si cerramos los bares no hacemos más responsables a las personas, cerramos humanidad.

Comentarios

Por si te interesa...

Padre Nuestro en Hebreo

Cinco maneras de organizar un libro de poemas.

Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 33

Diario de un Estoico II. La posibilidad de lo imposible. Semana 30