21.10.2017... De vuelta!

Elogio de lo lento. Es lo que me ha venido a la mente hoy al levantarme, temprano pero sin prisa, en este sábado al que llego, como siempre, con ansia de quietud.

Soy capaz de trabajar de lunes a viernes más de doce horas diarias, de una actividad a otra y en un estado de intensidad que sin duda no es nada saludable, pero llegado el sábado, ese Shabat particular al que me he acostumbrado, quedo paralizado en el deseo de escapar del ruido rutinario.

Compro la prensa sin prisa, en el único quiosco, todavía de los de toda la vida, el de Santi, que queda cercano en la Avenida de Aragón; tomo café en la cafetería de enfrente, La Candela, mientras ojeo un periódico, y camino de un lado a otro con tranquilidad, sin esa prisa que me lleva habitualmente. Y busco los momentos de calma.



No sé si reconocer que este viaje, el de esta semana, me ha cansado un poco en exceso. No sé si han sido los días varios o los cambios horarios; esa hora que ganas al día por las mañanas, al despertar antes de tu horario habitual (las 6.45 horas de aquí se convierten en las 5.45 horas de allí), pero pierdes por las noches al estar despierto cuando en Madrid estarías durmiendo (las 12 de la noche de aquí, tan solo las 23 horas allí). No sé, pero aunque tampoco he parado mucho, se me ha hecho especialmente cansado.

Santa Cruz de Tenerife es una ciudad pequeña, manejable, en cuesta, he llegado a conocerla en estos últimos años; en cambio, San Cristobal de La Laguna, es una especie de lugar de cuento en el que cada calle, larga, se llena de una especie de color y arquitectura colonial que nos parece ajeno al mundo habitual en el que vivimos. Cada vez que la visito descubro nuevos espacios.

Y creo fue aquí, en La Laguna, dónde tuve uno de esos instantes realmente enriquecedores y agradables. Entregaba uno de los premios que se otorgaban, como todos los años, en el programa del Congreso de Novagob2017

El lugar que eligieron para el acto, este año, fue el Instituto de Canarias Cabrera Pinto, un lugar especialmente mágico, centro educativo público de la ciudad, fundado en 1846 y heredero de la desaparecida Universidad Literaria de San Fernando, que desapareció en 1845. Fue la primera Universidad de Canarias (aunque ya no se realizan estudios superiores en el mismo) y el primer y más antiguo instituto en activo de toda Canarias (fue transformado en instituto de enseñanzas medias en 1846).
Está ubicado en la calle San Agustín, y consta de dos infraestructuras principales: el antiguo convento agustino, donde se localizan las aulas de Bachillerato, la secretaría, el salón de actos, sus jardines y antiguos claustros, la biblioteca,​ y su museo,​ y, al otro lado de la calle, el edificio (más moderno) dedicado a Secundaria

Haciendo tiempo, pude escaparme un rato en una soledad deseada, que aproveché para dar un paseo por las calles de esta fantástica ciudad. Y ahí, en uno de sus rincones, en la misma calle San Agustín, descubrí las grandes puertas de lo que parecía una iglesia: la Iglesia Nuestra Señora de los Dolores. Hacía tiempo no entraba en una iglesia. Mantengo una distancia prudente de una institución en la que no creo, como casi en ninguna institución dirigida por Hombres. Pero ese es otro debate. La vi de lejos, ya anochecido, con unas grandes puertas de madera abiertas, en una fachada lateral a la calle principal y haciendo luego esquina.



He podido saber que este edificio se compone de dos partes: un antiguo hospital, y la iglesia, que es de una sola nave con techumbre de madera. Lo más interesante a nivel artístico es la portada que da a la calle San Agustín: delimitada por columnillas pareadas sobre originales plintos tallados, a base de motivos geométricos – que según expertos indican una influencia americana- y en la parte superior, por un frontón partido rematado por una cruz. Esta portada es obra del alarife del siglo XVII Juan González Agalé.

Y entré. Dudé, pero entré. Estaba prácticamente vacía, imagino por las horas. Una preciosidad. Un monumento de esos muchos de los que pasas por al lado y el no contemplarlos sería un sacrilegio intelectual. En las primeras bancadas un hombre, no muy mayor, imagino rezaba frente al Cristo. 

Me senté unos instantes detrás, para contemplar todo el espacio. Quedé en ese silencio tan deseado, encontrándome conmigo, disfrutando del momento como no lo había hecho en todo el viaje. Me fijé en el hombre, bancos delante de mi. ¿También meditaba? Sí, meditaba, a su manera pero meditaba. Reflexioné que nada diferencia esta práctica cristiana de la budista. Todo es espiritualidad. Cambia el espacio, cambian las imágenes, pero al fin y al cabo es lo mismo: un tiempo en el que te encuentras contigo, tranquilo, abstraído de todo el mundanal ruido de la calle.

Tenemos necesidad de silencio, de meditación, más de lo que creemos o pensamos. Buscar la sabiduría requiere ser capaces de encontrar ese silencio interior que nos permita, más adelante, estar en paz también en las situaciones tensas.

Estar en silencio, aunque solo sea un rato nos permite estar como viviendo en un tiempo distinto, ajenos al ruido y toda esa agitación que nos rodea.

Allí sentado, ese breve pero intenso rato, de no más de diez minutos, transformó un día que ya aparecía cansado, me renovó por completo.



El lugar me recordó muy mucho a ese otro lugar mío, en Malasaña, dónde muy de vez en cuando me pierdo por unos instantes.

Ha sido un viaje que tal vez le han faltado momentos, no ha podido ser esta vez pero de seguro será. 

Aún así, un privilegio pisar por los rincones de esta España nuestra.

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