21.08.2017... Semblanzas de Verano XIII: mi vendimia en Minaya.
Parece que la vendimia se
adelanta nuevamente este año. No queremos asumirlo, ni reconocerlo, pero el
cambio climático es una realidad que va transformando el hábitat hasta tal
punto que nuestros biorritmos se alteran por ese calentamiento global de la
tierra. Los efectos sobre los cultivos son evidentes y, en este caso,
sobre la uva, más que notable.
Son años de temperaturas
extremas, de tormentas de granizo, de lluvias a destiempo, de heladas que provocan
que el campo se haga cada vez más difícil, frágil, sacrificado e improbable.
En Castilla-La Mancha, Albacete, se
cultivan prácticamente todas las variedades de uva del mundo, algunas de las
cuales alcanzan el grado óptimo de maduración para la cosecha, a principios o
mediados de agosto.
Los Bravos suenan en el radio cassette del Seat 127 blanco que sustituyó al Seat 850.
En las dos horas y pico del viaje, tendré que alternar, obligatoriamente, con una
cinta de Peret y otra de Demis Roussos que es lo que le gusta a mi padre.
Hemos levantado temprano, la
madre tiene todo preparado más que para cargar el coche y salir en dirección a
la carretera de Andalucía que, una vez pasado Ocaña, nos pondrá en camino hacia
Minaya.
He conseguido convencer a mi
padre para ir yo delante. Tengo la excusa perfecta: atrás me mareo. En los
asientos traseros mi madre y mi hermano miran cada uno a un lado de la
ventanilla.
Hace sol; un sol madrugador,
de octubre.
Todo es felicidad, nervios, todo
es alegría.
Una parada rápida en la mitad
del camino, Corral de Almaguer: café, Nesquik y a seguir. Ya queda menos.
Vamos a vendimiar. Mi padre se ha
guardado algún día de vacaciones del trabajo para ayudar a los abuelos en el campo. Pero este
es mi primer año. Este año me dejarán, por fin, unas tijeras para mi solo e iré
de pareja de espuerta con mi padre.
Para nosotros es algo
más que la vendimia. Para nosotros es un motivo de encuentro de todos los
primos y tíos. Son esas fechas del año,
pocas, puntuales, en las que la familia se reune para ayudar a recoger el fruto
de las tierras que quedan. Creo que junto con la feria y la matanza, es la
fecha que más ilusión nos producía.
Pasado El Provencio todo son nervios. Las canciones se convierten en la
banda sonora del momento, mientras, los rayos de sol deslumbran sobre la torre
de la iglesia que, cada vez más cerca, sirve de indicación a la llegada.
En casa de la abuela Señor no
queda nadie más que ella, con ese caminar pausado de un lado a otro, entre
negro y gris y el pañuelo siempre a la cabeza. Al amanecer prepararon y ya
están todos, tijeras en mano, espuerta a espuerta, vid a vid, en la viña
recogiendo las uvas.
Algunos primos habían llegado
el día anterior.
Nerviosos por el
acontecimiento. Serían días cansados pero seguro podríamos dar alguna vuelta
con los primos al final de la jornada.
Carretera de la estación, no
más de dos kilómetros del pueblo, camino a la derecha y, a lo lejos, comienzan a
dibujarse unos cuerpos agachados que, poco a poco, se levantan ante la
polvareda del coche que produce el coche.
Ya se ven los primos, las tías
y los tíos, cada uno con sus ropas de campo, con unas pintas dignas de carnaval,
rural style dirían ahora; cada uno en su hilera, recogiendo el fruto de una
vida de trabajo.
El abuelo ya no está. Años
antes ese maldito cáncer se lo llevo sin que los pequeños nos diésemos apenas cuenta.
Todo son alegrías, besos,
abrazos y… a trabajar entre ese olor a pampa, mosto y tierra que penetra en
nosotros tanto que, todavía ahora, soy capaz de oler.
Hay que trabajar con mimo,
con cuidado de no estropear la planta, la vid. Todo requiere un protocolo que
vamos aprendiendo de los mayores. Los pequeños nos hacemos los fuertes para
demostrar que aportamos algo y ganarnos esos duros de propina que nos ha
prometido la abuela para luego, en la
tarde, comprarnos algo donde Michi.
Comemos tarde, en la viña.
Buscando sombras alrededor del remolque donde se vacía la uva para luego llevarla
a la cooperativa. Mi madre y mis tías han llevado bocadillos, tortilla con
pimientos en las fiambreras, algunos chorizos que todavía quedan de la matanza,
agua y, cómo no, sólo para los mayores, el porrón de ese vino denso del pueblo.
Todo sabe a gloria. Cada
sabor se degusta con tanto apetito que poco queda para guardar. En el botijo el
agua se mantiene fresca aunque con ese sabor a barro y tierra. Al primo mayor
le dejan probar un poco de vino del porrón, todos queremos ser como él pero,
todavía nos quedan unos años.
Risas, chascarrillos, cotilleos que quedarán
entre los vientos para siempre. Nosotros corremos de un lado a otro saltando
entre las lindes incapaces de estar quietos. Las madres atentas: “Nene pro
ahí no que te vas a caer!” “¡Será posible el guacho que no se está quieto!”
Este año ha habido suerte,
todo se ha llenado de sol y no hay que coger la uva entre lluvia y barro como
en otras ocasiones.
Al día siguiente, a nosotros,
nos toca ir a la viña del abuelo José María. Una viña preciosa en la Cañá,
dirección los Teatinos a la izquierda. Un camino largo que recorrí en el
remolque, con la mula, mil veces.
Aquí no hay primos. Yo soy el
mayor y el resto fueron llegando después. No era tan divertido pero ahora que lo
recuerdo, no olvido a mi abuelo, trabajar como un animal, cargando espuertas
repletas de uva y extendiéndolas en el remolque para luego llevar, también, a
la cooperativa.
Yo deseando volver con los
primos a la casa de la abuela, donde dormíamos todos apretujados, habitación a
habitación, incómodos pero envueltos en una felicidad única.
Tendríamos dolores en la
espalda durante un mes, las manos doloridas llenas de ampollas, pero aquel
momento, aquel encuentro que dejaría de aparecer con los años, era inmensamente
especial.
Ya no hay viñas, ya no hay encuentros
de aquellos. Nuestros hijos no solo no han podido conocer algo así sino que
estoy seguro nos costaría moverlos para ayudar en el campo. El esfuerzo no era
tal, lo que valía la pena era el encuentro familiar, esos momentos que se han
ido con los años, que hemos dejado perder y que, desgraciadamente, no volverán.
Puedo decir que he
vendimiado, no tanto como otros, seguro, y he hecho muchas otras cosas del campo que, con muy poco, degusté y
aprendí. Tal vez de aquellos momentos mi amor por lo rural y, sobre todo, mi
valoración de todo aquél que continua dedicándose, con esfuerzo y sacrificio, a
la agricultura.
Llevo con orgullo que mis
abuelos fueran agricultores. No tuvieron estudios, tal vez les costase
leer y escribir, pero sí sé que, como muchas y muchos mujeres y hombres de los
pueblos como Minaya, dieron a sus hijos unos valores y un sentido de la vida
que a nosotros, con más formación y estudios, nos cuesta dar a los nuestros. De su esfuerzo y trabajo vivimos todos.
Ahora mismo, en este preciso
instante, estoy oliendo esas hojas de vid, esos sarmientos finos y alargados;
la tierra mezclada con el sabor de la uva en las manos.
Ahora mismo suenan Los
Bravos, cada uno suelta su chascarrillo mientras van llenando de uva las
espuertas; todos ríen bajo un sol que inunda el verde de la viña mientras los
pies se hunden en esa tierra nuestra.
Ahora mismo me quedo allí y
no quiero volver.
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