19.03.2017... y vuelta!
Llegado de la paz del campo, de mis campos. Llegado y ya aquí, contemplándome, repasando una semana que termina con el mismo ajetreo que comienza otra. Con la mente en equilibrio, dispuestos a afrontar lo que se ponga por delante, a cumplir compromisos, ir cerrando proyectos, comenzando otros y siempre con metas por delante.
Regreso de un breve fin de semana de encuentro con mi paz particular.
La verdad es que para valorar la respiración hay que dejar de respirar; para valorar el silencio, simplemente hay que callar.
Se valora cuando no se tiene.
Prefiero inundarme de esa paz que es mía y sólo mía, poco reconocida y tal vez, con el tiempo, convertida en metáforas poéticas olvidadas en los cajones de mis recuerdos.
Sentado, en medio del patio de mi casa del pueblo, escuchando el sonido de las abejas que invaden la belleza del cerezo en esa flor de primavera, buscando el azul del cielo sin fin, no sin antes reposar la mirada en ese almendro o en el ciruelo que con mimo va arreglando, año a año, mi padre.
Y todo se convierte en verso.
Gimen las mariposas
aleteo de silencio
pavoneando belleza
sonroja la primavera.
Ahí se ve el pasar de los años de una manera lenta porque todo es lento. Allí el tiempo se alarga porque se vive, porque se es consciente de la inmensidad de vida que nos rodea.
Antes de ayer, el viernes, desperté en Gerona.
Bellísima ciudad para mi desconocida hasta entonces.
Palpé su historia y saboreé su esencia de la manera más poética posible, en ese callejear, en ese inundar de momentos inolvidables los rincones de sus calles medievales.
No dormí mucho. Intentar conciliar el sueño cuando te hospedas a escasos metros de una de esas bellas catedrales que visten España, que todavía acompasan cada hora con sus campanas, es algo imposible.
Buscar, también, el silencio de la noche cuando cientos de gaviotas madrugadoras ‘graznan’ la llegada de otro día, pervierte tu sueño.
No es posible encontrarse envuelto en brazos de la belleza y querer que respondamos entre versos a los compases naturales de la tierra.
Son días en los que el acostar y el despertar, en tierras tan distintas, te hace apreciar cada vez más la esencia y el sentido del caminar.
En Minaya las campanas suenan distinto, se abren al cielo en la llanura, buscan los acordes dependiendo de la dirección de ese viento siempre retorcido entre las viñas y trigales.
Es curioso cómo cada lugar tiene su sonido, sus sombras, sus silencios. Cada uno tiene su lugar, como cada uno tiene sus sueños.
Aquí, en este pueblo mío, la dieta mediterránea se suple por la manchega, algo diferente. Cómo no dejarse llevar por ese pisto con pimientos fritos y conejo. O esa tortilla de patata y huevos de corral, grandiosa. O esos torreznos recién hechos que son la delicia del lugar y que, como todo, cocinados por esa madre que tengo, convierten la mesa en uno de los pecados más deseados.
Campo, nada de televisión, unos buenos libros, el móvil en silencio y lo más alejado posible; un poco de música clásica y a sentir el sosiego por unas horas.
Y así llego al final de esté santo domingo, día de los padres, pensando ya en preparar la bolsa para viajar mañana a Cáceres, tierra extremaña y belleza de España.
Cuando termine el martes habré recorrido, en seis días, seis comunidades diferentes, cada una inmersa en sus tradiciones, pero todas formando parte de este país nuestro que, con sus más y sus menos, se llena de poesía en cada rincón.
Y para finalizar, una pequeña reflexión de esas que se hacen en días como este. Siempre he querido ser el mejor en todo, pero al final de los años he llegado a conformar con Ser y ser mejor cada día. No soy ejemplo de nada, ni de padre, ni de hijo; pero soy padre e hijo.
Me conformaría, en este caso, con ser algún día para mi hijo lo que mi padre es para mí.
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