12.08.2016... Olas de Verano VI: recordando.

Descubrí el otro día, en la prensa, una fotografía, en blanco y negro, en la que una familia disfrutaba de un picinic en la Casa de Campo de Madrid, allá por el año 1965, junto a un Fiat 600.

La recorté y la guardé en mi cuaderno. Los veranos, la tranquilidad, te permiten parar y recordar. He guardado la fotografía porque rápidamente me han venido unos maravillosos recuerdos.



No era el año 1965, pero no sería más del 1974. No era un 600, pero era un Seat 850 blanco, de dos puertas. La imagen en mi miente, exactamente igual a la del periódico. Unas veces en la Casa de Campo, otras en los Montes de El Pardo de Madrid.

Lo recuerdo perfectamente. Las primeras veces con mantas en el suelo, luego nos fuimos modernizando y mis padres adquirieron una mesa plegable verde con cuatro sillas de tijera.

Mi madre, que siempre ha cocinado -y no digo esto por amor de hijo, que también, sino porque es reconocido por todos aquellos que tienen la suerte de degustar sus guisos- extraordinariamente bien, preparaba una deliciosa tortilla de patata, un pisto con pimientos fritos y, a veces, un poco de pollo o conejo al ajillo. Todo eso, en aquellos sábados o domingos, sabía tan gloria que nos dejaban marcado nuestro momento de felicidad.

Un balón o un parchís. Nada más. Unas piedras que lanzar a un bote. Cuatro carreras entre los arbustos y un par de caídas que dejaban nuestras rodillas con esa costra sangrienta que no desaparecía ya en todo el verano.

Tras la comida, el momento más esperado: "¡Al rico helado!", gritaba ese señor que, portando una de esas neveras, de playa o campo, repleta de polos, recorría todo el monte vendiendo a todas las familias que por allí disfrutaban, como nosotros, del día de campo.

Volvíamos a casa tarde. Cansados, apenados de que el día terminase, felices y pensando ya en cuándo papá volvería a 'librar' en su trabajo para poder disfrutar de otro día más así.

Aquel 850 nos parecía inmenso a mi hermano y a mí. Era el que nos llevaba de viaje de Madrid al pueblo, a Minaya, en esas horas interminables, llenas de canciones y juegos, de algún que otro mareo, pero siempre, siempre, con esa felicidad que envolvía el destino. No necesitábamos más.

Ahora veo, en la Casa de Campo, en el Cerro de los Ángeles, en muchos parques, cómo esas familias de inmigrantes se reúnen con sus allegados, familiares o paisanos, con los suyos, buscando momentos de encuentro, de paz, de cariño, de nostalgia, de felicidad. Hay quién lo critica. Suelen ser los mismos de siempre, esos que no recuerdan lo que fuimos o hemos sido. La vida no es más que un ciclo.

No sé por qué escribo y voy dejando estas cosas por aquí. A menudo me hago esta pregunta. Tal vez por ese ansia de dejar en el cajón cuanto más escrito mejor. Tal vez, simplemente, porque me apetece o da la gana.

Nunca sabemos cuál será la última línea que escribamos ni la última palabra que digamos. Lo sabrán otros, como otros conocerán nuestros renglones,  unos derechos otros torcidos.

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