'Traidores' por Juan Manuel de Prada



Pocas figuras nos resultan tan repelentes y siniestras como la del traidor. Y, sin embargo, la historia está llena de traidores (a una amistad, a un amor, a una patria, a unos ideales o principios), algunos de los cuales han llegado a adquirir gran celebridad, desde Judas Iscariote, epítome por excelencia del traidor, hasta personajes como Fouché, plusmarquista del chaqueterismo que supo vender (en almoneda) su lealtad a tres regímenes distintos sin inmutarse. Incluso podríamos decir, siendo algo más incisivos, que nuestra propia historia personal está llena de traiciones; tanto de las que hemos sufrido como de las que hemos infligido, pues con frecuencia somos nosotros mismos quienes, ante la expectativa de una mejora o ganancia, no vacilamos en abjurar de nuestros principios. Recordemos aquella célebre y sarcástica frase de Groucho Marx: «He aquí mis principios. Pero, si no le gustan, estoy dispuesto a cambiarlos».

Hay quienes explican la psicología del traidor como un tortuoso lodazal donde campea el complejo de culpa. Así, por ejemplo, suele decirse que la entrega de Cristo fue el triste pretexto que Judas utilizó para castigarse con el suicidio que anhelaba. No debemos descartar, en efecto, que muchos traidores se sepan íntimamente gusanos sin otro norte vital que el medro; y que esa conciencia de su miseria moral los haga sentir culpables. Agustín de Foxá afirmaba que «detrás de cada traidor hay un pobre imbécil al que su mujer no deja mandar en casa»; y también que «quien chaquetea lo hace por levantar el gallito y que se oiga su quiquiriquí de algún modo». Lo que nos llevaría a considerar también el complejo de inferioridad como motor de la traición; pues, si bien hay traidores de todos los linajes y pelajes, suelen ser individuos de muy baja ralea, seres mediocres que se vieron encumbrados por razones azarosas, adventicias o coyunturales, con frecuencia impulsados por alguien más brillante y generoso que ellos, al que nunca pudieron terminar de perdonar que los haya encumbrado desde la nada. Y, como su encumbrador conoce sus limitaciones (y, por lo tanto, que su encumbramiento es inmerecido o injusto), arden en deseos de encontrar la ocasión propicia para poder causar su ruina y acuchillarlo sin piedad.

Para justificarse, el traidor no vacilará en alegar que su mentor ha traicionado sus ideales originarios, de los que el traidor se proclamará además heredero y depositario; y hasta podrá decir, sin asomo de temblor en la voz, que ha traicionado a su mentor porque lo amaba, y que su traición ha sido un homenaje a sus ideales originarios. Las justificaciones del traidor son siempre alambicadas y rocambolescas, llenas de cajones de doble fondo, como el armario de un escapista o prestidigitador; pues el traidor siempre está escapando de sus propias mentiras, y haciendo trucos engañosos con sus palabras. Pero, por muchas justificaciones con que trate de disfrazar su deslealtad, acaba sonando el tintineo de las treinta monedas que pagaron su traición. Y es que toda la complejidad psicológica del traidor es, a la postre, filfa y ganas de marear la perdiz; y detrás de su traición descubrimos siempre el honor, el beneficio, el medro o ascenso, el sobresueldo que ambicionaba. Porque el traidor siempre abandona el barco que naufraga (cuyo naufragio, con frecuencia, él mismo ha provocado) para subirse a otro que navega más rápido o porta un cargamento más valioso.

Toda traición, sin embargo, es castigada; y es el propio traidor quien se aplica la pena. Antaño era mediante el remordimiento; y en esta época desalmada en que ya casi han desaparecido los escrúpulos morales el traidor se castiga mediante el resentimiento hacia sí mismo. Y es que el traidor termina alimentando un desprecio inconsciente hacia sí mismo: sabe que ninguna de sus lealtades es firme, sabe que su palabra vale menos que papel mojado, sabe que no puede tomarse en serio; y esta certeza cristaliza primero en una suerte de irónico cinismo, que después se mancha de hastío, de desolación y asco, al mirarse dentro y comprobar que nada le gusta, que nada defiende y que nada ama. Es verdad que, a veces, el traidor puede querer (¡ah, el furor del converso!) redimirse con un acto de adhesión fervorosa o una proclamación aspaventera de principios (esta actitud es muy propia de políticos chaqueteros, que después de consumar su traición se pretenden más puros e incorruptibles que nadie), en un esfuerzo por hacerse perdonar sus deslealtades pasadas; pero tales palinodias suelen ser tan forzadas que no provocan sino mayor escarnio, lo que no hace sino agriar aún más su resentimiento. El traidor, a la postre, acaba amargado y lleno de bilis.

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