08.06.2014... vuelta de Minaya!!



Termino la semana tan en orden, que no imaginé sería así. La razón está muy clara: he pasado el fin de semana en Minaya, desconectado de todo lo mundano, arropado de familia, del campo, de mis rincones y mis libros. Todo lo necesario, sin preparar, para poder decir que la felicidad no requiere más que eso.

Llegué al viernes cargado de todo: de tensiones, de cansancios, de preocupaciones varias que no hacen más que cargarme de mal humor. Tomamos la mejor decisión, marcharnos esa misma tarde al pueblo. ¿Para qué esperar al sábado? Así dormíamos allí y amanecíamos cuando  apeteciese.
Así hicimos. Llegar a este pueblo mío, dar las buenas noches a mis padres y entrar a nuestra casa envueltos prácticamente en estrellas y esa media luna que nos miraba, fue suficiente para cambiar el estado mental.
Y efectivamente han sido un par de días increíbles. Ha coincidido, además, que mi hermana y primo Clemente también estuvieron por allí así que, aunque faltaban otros para un completo, no se puede pedir más. 


La felicidad casi siempre depende de nosotros. A veces renunciamos a ella con nuestro comportamiento como tantas veces no nos llega cuando la deseamos.

El sábado estrené el mobiliario del porche. Lo hice con un vino en compañía de mi padre, mi tío y mi primo. Un momento especial de esos que no se valoran y que no acostumbras a tener. Un momento íntimo familiar y generacional. Un momento importante. 

Tras ello una fantástica comida familiar cocinada por la mejor cocinera: mi madre. Es increíble lo bien que cocina esta mujer a la que quiero y de la que siempre estaré agradecido, no sólo por sus dotes culinarias. No podía faltar el café en el bar del pueblo que, en este día, también fue intenso. Me encontré a un amigo de la infancia, Ángel, y además del café terminaron por caer dos licores de los que luego me arrepentiría. Había quedado después para hacer una ruta running con Clemente.

Efectivamente. A las 18.15 h., como dos posesos deseosos de campo y sol, Clemente y yo nos dispusimos a hacer una de esas rutas minayeras que creo no olvidaremos. Fue de lo más maravilloso del año; también de lo más esforzado. 
Nos adentramos por caminos en dirección a Casas de Gachas (Casas de Roldán) para coger después dirección a la finca de la Retamosa. El campo una maravilla, el sol fuerte y a cada zancada agradecía más a Dios momentos así. 
Llegamos hasta Casas de Peña, otra pedanía cercana (aparentemente) a Minaya. Son lugares que he recorrido de pequeño en bici o en coche. Nunca corriendo. De Casas de Peña ya nos dirigimos a la Estación de Minaya para subir por caminos otra vez hacia el pueblo. 
Creo que nos pasamos en kilómetros y esfuerzo. Finalmente salieron cerca de 18 km a un ritmo más propio de trail running, con un esfuerzo en algunos tramos brutal, terminando muertos -al menos yo-, pero especialmente felices.
Mereció la pena aunque en este instante, todavía tengo las piernas algo más que pesadas.
Se puede imaginar cualquiera que he dormido esta noche como un lirón y que aunque, como siempre, temprano, he despertado muy contento y orgulloso.

Sentado en el porche de mi casa de Minaya, contemplando como los pájaros bailan y cantan en ese escenario desnudo y azul que es el cielo, desde que despierto hasta que el naranja efervescente del sol se despide. Allí es como si la vida nos revelase su grandiosidad, su exagerada intención de hacernos sentir.


Hoy mientras leía los periódicos, temprano, en ese rincón, unas golondrinas han sobrevolado mi cabeza, jugando entre sí, planeando entre los arcos como si fueran a perpetrar un ataque aéreo. Estaban ajenas a mi presencia, les daba igual que yo, en ese momento, solo sintiera, nuevamente, agradecimiento y dicha.

Para despedirme me fui, esta mañana, a dar un paseo por el campo en bicicleta. Me acerqué otra vez a las olivas, ese pequeño terreno que todavía guarda mi padre con olivos. No es muy grande pero suficiente para esconder muchos recuerdos familiares. Que increíble son las tierras dónde uno encuentra sus raíces. Parece que te abrigan, que te arropan de la orfandad que puedes sentir en las grandes ciudades. 

Y ahora, ya en Getafe, en esta otra terraza, mientras recuerdo y escribo estas pocas líneas alborotadas para dejar en este cajón esos momentos de felicidad que me han acompañado para finalizar la semana. 

Sinceramente pienso que en el desorden estamos abocados al desorden de todo; en el orden, el equilibrio personal, mental, físico y espiritual, nos hacen sobrevivir hasta en lo peor.

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