El gris de los días...

Cada uno comienza los días como quiere o como puede y los termina como quiere.

Comencé realmente mal. Un día que amaneció frío y lluvioso,  poco agradable y que predestinaba, tras esa oscuridad que encuentras al salir de casa, lo gris.
El tren que me lleva desde Getafe sufrió un retraso debido a unos problemas técnicos en la instalación,  45 minutos. De tardar 15 minutos en llegar a Atocha, tardé algo así como una hora de reloj. 
El problema, la verdad, no es llegar más o menos tarde por una cuestión ajena a ti, el problema es la ansiedad que te provoca -o te provocas- el estar metido en un vagón, en pie, aprisionado contra la puerta, rodeado de personas que te aprietan que, como tu, no dejan de moverse en ese mínimo espacio que ocupan con cierto nerviosismo, minutos y minutos sin saber en un principio ni qué pasa, ni por qué, ni cuánto tiempo durará la espera. Te genera instantes de verdadera ansiedad, incluso nerviosismo. Llegas a sentir una especie de claustrofobia de la que sólo te das cuenta cuando bajas del tren y respiras ese aire frío ya en Madrid.
Es realmente curioso, a la vez que absurdo, el cómo me molesta romper mis horarios o esos que yo mismo me impongo. Todos los días suelo hacer lo mismo: me tomo mi té  en la cafetería de abajo, la de la esquina, sobre las 8.30 h. y quince minutos después estoy sentado en mi mesa de trabajo. Tengo el privilegio de contar con un horario flexible que adapto a las necesidades o exigencias del momento. Hoy me senté a tomar el té, deprisa y corriendo, a las 9.30 h. para corriendo subir no más tarde a la oficina. ¿Y qué? ¿Tenía alguna prisa por algo? No ha sido culpa mía por lo que ¿había algo que no pudiera esperar? Es verdad, la prisa no lleva a ninguna parte y lo único que he conseguido es acelerar más mi corazón y comenzar el día peor de lo que hubiera deseado.

Mirando a las personas somos capaces de encontrar sus tristezas.

Y es asombroso cómo el día depende de cómo lo iniciamos. No he conseguido enderezarlo hasta el final.  La mañana se ha encargado de recordarme que suele ser complicado hacer más de dos cosas a la vez. Hacía tiempo que no se me solapaban reuniones y que las llamadas de teléfono iban encadenándose una a otra. Además, coincide que en días así es como si nadie tuviera prisa, es como si te llamo para preguntarte un tema importante pero luego voy derivando la conversación a cuestiones de menor importancia y que nada tienen que ver con el motivo de la llamada. Son esos momentos en los que decido mirar al  techo blanco para no permitirme  dejar caer el teléfono y cortar las llamadas, digamos,  involuntariamente.

Así que tras una jornada así, tomé la mejor decisión: terminar el día como lo había empezado, corriendo. Pero corriendo a mi manera, tranquilamente, sin un excesivo esfuerzo, por El Retiro. A algunos les puede parecer una estupidez pero no lo es. Es la mejor terapia que conozco para limpiar la mente de problemas casi siempre absurdos, destensar los músculos y conseguir relajar absolutamente todo el cuerpo. Así lo he hecho, 11 kilómetros conmigo mismo, bajo una luna estupenda, una horita, ducha en el gimnasio y así he llegado a casa viendo las cosas desde otra perspectiva.
Ahora puedo repasar el correo y ponerme a leer, tranquilamente, por ejemplo, estos maravillosos textos del libro de Angel Gabilondo "El salto del ángel": sabiduría y filosofía.
Y mañana, si Dios lo quiere, será otro día.

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