Esos domingos...



Comenzó uno el domingo temprano, siempre temprano. Es como si deseásemos que las horas se alargasen más allá del día y, como no es así, decidimos sacrificar el sueño para vivirlo de la manera más intensa. Y es justo en este día, normalmente, en el que más cuenta me doy de lo que disfruto de la sencillez de la vida. Cada uno disfruta de su tiempo como quiere o desea. Mi caso es muy particular y simple.
Me levanto sin luz. La  casa duerme su silencio y las calles duermen el suyo. Antes de tomar algo salgo a la terraza para dejarme abrazar por la oscuridad y, hoy, el frío. No tardo en marchar a comprar los periódicos y voy descubriendo la salida del sol que en este domingo ni siquiera se ha dejado ver. Una niebla envolvía las calles de Getafe y la humedad me hacía pensar en esa sensación que se podría tener si pudiéramos dormir entre nubes.
Mi café con el primer periódico, en la cafetería de siempre. Sólo los madrugadores, los de todos los domingos, esos que ya comienzan con el licor de hierbas y el cigarrillo, esos que buscan su vida en la calle porque de ella han hecho su hogar. Tras ese café activador espero a que C llegue para hacer nuestra sesión de running de domingo, ya se ha convertido en uno de esos momentos esenciales de la semana, casi una necesidad.
Una hora y media, 16 kilómetros de esfuerzo voluntario bajo un manto de cielo gris y un frío que a veces, como hoy, se hace difícil de vencer pero que sólo llegar a bordear ese Cerro de los Ángeles nuestro, respirar en su interior la paz y la quietud que desprende, oler el verdor que vuelve en los campos, sentir que el espíritu te acompaña y te limpia los despojos de la semana, merecen todo el esfuerzo del mundo. 
Repasamos los días pasados a cada zancada, buscamos la forma de que la respiración nos permita contarnos los días, buscamos a veces el silencio y la vida, esa vida que cada uno tenemos, que no es ni buena ni mala, pero que es la que encontramos en nuestro caminar diario.
Y cuando te das cuenta has regresado y piensas que seguirías más horas si las rodillas fuesen capaz de no dolerse con la edad.
Y el hogar sigue dormido con ese calor y seguridad que sólo sientes cuando estas en casa. Lees la prensa, te enfadas, escribes, críticas en silencio, vuelves a otros momentos, esos que pasaron como etapas y que a veces anhelas.
Un buen vino, una ensalada y un poco de carne, si toca, que dedicas con todo tu cariño a los tuyos. Nada más encantador y relajante que cocinar para los tuyos. Casi siempre lo mismo, no tengo muchas recetas, pero cada día con un poco más de amor, cariño y gratitud por estar siempre ahí.
Y llega la tarde del domingo. La mente comienza a recordar que mañana será lunes, que la semana vendrá derecha o enrevesada, a saber. Y respiras con la mirada perdida, meditas, tomas un libro, el primero de la tarde, lo acaricias, lo abres no sin antes colocarte los cascos y poner en el reproductor unas sinfonías o unos adagios. Y entonces te evades de todo, entonces articulas en tu mente lo que de verdad es prioritario para ti pero que, desgraciadamente,  olvidamos a menudo.
Y termino el domingo pensando en eso, en que no necesito más en la vida para sentirme feliz: una familia, un hogar, unos libros, música y unas carreras por el campo en buena compañía.
¿Por qué nos generamos tantísimas necesidades? ¿Por qué mañana por la mañana mi cabeza aumentará su velocidad de pensamiento en tantas cosas absurdas? ¿Por qué me generaré tantos problemas, esos que yo mismo tendré que resolver?
Escribo y encuentro sosiego y paz. En estos momentos pienso que para muchos este domingo es un verdadero aburrimiento y en cambio a mi me falta tiempo. Tiempo para sentirme más así.
La felicidad no está en el tener, ni en el hacer. La felicidad está en no desear lo que no se tiene, en sentir cada momento buscando su esencia, su belleza.

Vamos con la semana.

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