'RAPTADO POR LAS MUSAS' por Javier Gomá
Hay un hecho notorio y universal que reclama una
buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del
día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que
nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la
conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca
la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabravocación. Y necesita explicación porque
es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el
interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores,
artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación filosófica.
1 La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión
y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra
experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad
significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un
pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio.
A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente,
insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una
abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay
determinadas personas que sí tienen la visión del
puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son
capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A
esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un
cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.
Quien tiene esta “idea
del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore
y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas,
arrastrada por la corriente del tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis:
un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un
sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de
prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente
a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la
vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto
puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora. En este
sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo
empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y
potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades
que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de
energías.
La juventud predispone a la visión mientras
que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la misión
2 Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para dar
plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble momento de
la vocación como un rapto de las Musas. En la Antigüedad se registran casos de
secuestros perpetrados por unas Musas que pueden llegar a ser posesivas de una
manera casi violenta. Sus presas se sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin
límites. “El que es raptado por las Musas (mousóleptos)
es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto
en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.
El raptado vivencia su
secuestro como una llamada a servir a la obra que se gesta lentamente en su
interior, como si estuviera preñado de una idea o de un nudo embrionario de
ellas durante largos años y debiera consagrar la entera organización de su
existencia a la misión de preparar y asegurar el feliz alumbramiento. A fin de
que el objeto se forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad
el raptado renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo
siempre de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la
defensiva de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa
pero amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender. Para quien
ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras esta se
materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste valor solo en tanto
contribuye a clarificar la visión iluminadora. En el pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción
poética, pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia
la generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en
nadie. No le queda más remedio que resignarse a una relación solo mediata con las
cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a través de un cristal,
como el presidiario a las visitas en horas reglamentarias, o que las besa a
través de un pañuelo, y todas las personas, incluso las más queridas, se
limitan a posar teatralmente como haría un modelo ante el pintor que lo
retrata. El universo entero en función de la obra, la cual a su vez contiene la
totalidad del universo entrevisto. De ahí que, para quien conoce la fuerza de
la auténtica vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como
Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han escrito.
No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero al autor le va
la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en ella a su visión.
Conviene destacar el
hecho de que solo se logra con éxito la producción del objeto si este adquiere
una objetividad independiente del yo que la produce. La juventud predispone a
la visio mientras
que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio.
La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de compromisos
característicos de la adolescencia a veces suscitan una actitud favorable a la
aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo que sugiere el estereotipo
romántico, no ayudan en absoluto al duro trabajo en la obra. Es muy frecuente
que la emoción inicialmente sentida solo pueda objetivarse en obra y recibir la
forma que esta requiere una vez hecha la transición a la madurez, en pleno
trasiego y ruidoso alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una
profesión con la que ganarse la vida. En efecto, solo puede producir algo quien
conoce las reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de
los casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades técnicas
y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con la deseable
autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o textos no
constituye en esto una excepción al resto de los oficios. Pero es que además,
en un plano moral, la confección de una obra solo es posible para quien
consiente en humillar su yo y deja en su interior espacio para el acto de comunicación
inmanente a la naturaleza del arte. Contrariamente a lo que suele pensarse, la
vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Egocéntrica
sí, porque el raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba
demoradamente la obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez
así ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento
estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y
ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.
3 El objeto elegido para dar forma a la visión determina el
tipo de vocación. Si el objeto es un lienzo, se es un pintor; si un pentagrama,
un compositor; si la piedra, un escultor. Es literaria aquella vocación que elige como objeto
la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo
en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la
necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el
escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el
campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que
carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con
acierto. Con motivo Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade,
se autorretrató modestamente como un “arrangeur
de syllabes”. Todo literato emula al Adán que en el primer día puso
nombre a las cosas (Génesis 2, 20). A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en
su poema deEternidades:
“¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / …Que mi palabra sea /
la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y la virtud del
escritor descansan en las concretas palabras escogidas y el orden preciso en el
que las ha dispuesto para que resulten eficaces en su designio poético. La
literalidad encierra la esencia de lo literario y por eso el auténtico texto de
literatura —el poema, la novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o
parafrasear.
Desde esta perspectiva,
la filosofía es solo una especie dentro del género literario. Una filosofía sin visio y sin missio —sin vocación literaria— puede ser la
obra de un profesor de filosofía, un maestro, un editor, un filólogo, un
traductor, un divulgador, todo ello incluso en grado eminente, pero no
propiamente la de un filósofo. La visión hace nacer en este una emoción
abstracta hacia lo contemplado que bien puede denominarse eros. Poetizar es celebrar esa emoción con versos,
relatos o representaciones dramáticas; filosofar es definir esa misma emoción erótica
con conceptos y categorías. En ambos casos, “una cierta idea del todo”
desencadena el proceso arrollador. La tarea del filósofo consiste en la dura
conversión del eros en
concepto y este en palabra y luego en texto sistemático. Entre los modernos, ha
sido Max Scheler quien de modo más convincente, en La
esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico,
ha argüido acerca de cómo la filosofía se sostiene siempre sobre una previa
emoción erótica. Pero, como se ha dicho, ya los griegos antiguos, que tendían
siempre al antropomorfismo, personificaron el despertar de este específico
deseo amoroso en el secuestro de las Musas, las cuales, escribe Platón en elFedro, “se hacen con un alma tierna e
impecable despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de poesía”. No
es casual que para el Sócrates del Fedón la
filosofía sea justamente el arte de las Musas por excelencia: megíste
mousiké, la llama con orgullo.
4 Lo sentado anteriormente autoriza a seleccionar del canon
algunos ejemplos de vocación literaria sin distinguir entre literatura y
filosofía y dando a literatos y filósofos un tratamiento indistinto. La visión
suele tener en ambos casos el carácter de una revelación en la que predomina el
elemento de la luminosidad. Pero unas veces la luz proviene de un fuego
abrasador, consuntivo, y otras de una llama cálida, gozosa, vivificadora.
Entre las experiencias
abrasivas destaca la de Pascal. Fallecido el filósofo, un criado halló en el
forro de su levita una estrecha tira de pergamino. Estaba datada el lunes, 23
de noviembre de 1654, “a partir de las diez y media de la noche aproximadamente
hasta cerca de media hora después de la media noche”. Durante esas dos horas a
Pascal le sobrevino una visión extática que el pergamino manuscrito trata de
verbalizar. El luego llamado Memorial empieza con la palabra “feu”, el fuego de un Dios bíblico de
vivos contrapuesto al Dios fosilizado de la filosofía y la teología. En el otro
extremo se situaría James Joyce.
Durante su último curso en el Belvedere College, 1897-1898, contando 16 años,
el prefecto de estudios le sugirió la posibilidad de ingresar en la Compañía de
Jesús. Pocos días después, tuvo lugar la escena recreada en Retrato
del artista adolescente, la ruptura definitiva con la Iglesia
católica y la afirmación de su vocación artística precipitadas por una suerte
de éxtasis inverso: “Su alma se acababa de levantar de la tumba de su
adolescencia, apartado de sí sus vestiduras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Encarnaría altivamente en la libertad y el poder de su alma un ser vivo, nuevo
y alado y bello, impalpable, imperecedero”. La visión asume en Joyce la figura
de una hermosa muchacha a la que contempla en el puerto mirando el mar, con las
faldas arremangadas y moviendo las aguas distraídamente con el pie, encarnación
de aquella “profana perfección de la humanidad” (Yeats). “¡Dios del cielo!
—exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría”. “Vivir, errar,
caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida. Un ángel salvaje se
le había aparecido, el ángel salvaje de la juventud mortal”.
Hay epifanías que
acontecen sentado, otras andando y otras en estado de espera. Entre las
primeras, la de Descartes en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, a la
edad de 23, durante un descanso de la guerra de los 30 años, en las cercanías
del Ulm junto al Danubio: “Y observando que esta verdad: pienso, luego existo,
es tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos
no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como
el primer principio de la filosofía que andaba buscando”, referirá años más
tarde Descartes en su Discurso del método. Entre sus papeles
póstumos figura una anotación con la fecha trascendental y este comentario a su
lado: “…mientras estaba lleno de entusiasmo y descubría los fundamentos de una
ciencia maravillosa”.
La visión de Rousseau
fue, en cambio, de las ambulatorias. Una tarde de 1749 iba a visitar a su amigo
Diderot, preso, y mientras caminaba leía las bases de un concurso convocado por
la Academia de Dijon. De pronto le envolvió, como un relámpago, lo que él en
las Confesionesbautizó como “la iluminación de Vincennes”. Su
conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban
a una velocidad muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición
central permanecía: el progreso de los pueblos exaltado por su siglo ilustrado
no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe: aquí se
halla la almendra de toda su vasta producción posterior.
Por último, a Proust le
sorprendió la visión unitaria del ciclo En busca del tiempo perdido en la biblioteca del hotel del
príncipe de Guermantes mientras esperaba que terminase el concierto. Allí
encadenó tres o cuatro “resurrecciones de la memoria”, dos losas desajustadas,
el tintineo de una cuchara chocando contra un plato, la tiesura almidonada de
una servilleta o el ruido estridente de una cañería —momentos del presente
capaces de evocar recuerdos del pasado a los que la imaginación halla alguna
analogía—, que produjeron en Proust la sensación felicísima de elevar a un
plano supratemporal el tiempo perdido y por esa vía recuperarlo y rescatarlo de
la muerte. Ese fue su “día más bello” —confiesa en el último tomo de su obra—,
aquel “en el que se alumbraban de pronto no solo los antiguos tanteos de mi
pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.
Los aspectos complementarios de la visio
—fascinante y terrible al tiempo— ya se encuentran en dos de los primeros casos
de vocación literaria registrados en la historia de la humanidad. Moisés
pastoreaba el rebaño de su suegro cuando, al llegar al monte Horeb, una zarza
ardiendo le habló y le envió a los hombres con una misión literaria: la
composición de las leyes para el pueblo elegido (Éxodo 3). Por su parte,
Hesíodo, pastor de ovejas, se hallaba apacentando su rebaño al pie del monte
Helicón cuando, según refiere en el arranque de su Teogonía,
se le aproximaron por sorpresa las Musas formando bellos y deliciosos coros;
tras ungirle como poeta entregándole una rama de laurel, cumplieron los dos
rituales de la vocación: le revelaron una visión del mundo y le encargaron que
la difundiera con su canto, infundiéndole para ello ese dulce don que solo
poseen ellas. La escena bíblica destaca el aspecto llameante de la vocación
mientras que la griega realza su gracia y encantamiento. En ambos casos, a la
epifanía sigue la urgencia literaria de producir un documento que ordene la
visión sobrevenida y le preste una forma perdurable (Teogonía, Pentateuco);
en ambos casos también el favorecido por la visión es sorprendido en faenas de
pastoreo: se diría que es propicia a la vocación esa existencia nómada y
disponible, sin arraigar en ningún sitio fijo y sin compromiso, errante con sus
ovejas.
(Publicado en el suplemento cultural de El País Babelia nº 1.134)
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