'Odio al judío' por Ángela Vallvey

Se va el embajador de Israel, Raphael Schutz, después de cuatro años en España que, según confiesa, no han sido fáciles. «El hecho de haber vivido en carne propia parte del odio y del antisemitismo que existen en la sociedad española es algo que me llevo conmigo», ha dicho. Es triste acarrear a casa un equipaje de odio como recuerdo típico de España. Un país que lleva quinientos años «odiando al judío», y que no se cansa. Aseguraba Stendhal que desde el momento en que uno no puede esperar vengarse, comienza a odiar. España renunció hace mucho a ejecutar su revancha (¿desquite de qué, por qué…?) sobre el pueblo judío, por eso algunos españoles todavía lo odian, o sea: le dan la importancia desmedida que una pasión como el odio requiere; sin pretenderlo, honran a los judíos con su odio. En la Edad Media, echar a los judíos era un síntoma de «modernidad» para las naciones cristianas (que se empobrecieron humanamente con las expulsiones). Ninguna de ellas –de Francia a Inglaterra, de Lituania a Nápoles– ha superado en capacidad de odio a España. Hace apenas 25 años que mantenemos relaciones diplomáticas con Israel. El antisemitismo de cierta izquierda española –esa que acusa de «fascista» a todo el que piensa diferente– se niega a reconocer su ascendiente franquista, el legado del dictador. La filogenia del antisemitismo español clava sus raíces de hacha en la Inquisición, se incuba con el fertilizante de la envidia social que despierta la prosperidad de los judíos en un país que recela secularmente de los emprendedores (los judíos lo son) y comprende a los carpantas; país donde siempre son populares las expropiaciones porque calman el ansia igualitaria de la parte más mediocre de la sociedad. Ese antisemitismo cuaja con fuerza en Franco, el de la Guardia Mora, el mismo que estuvo dando la murga 36 años con lo de la «conspiración judeo-masónica», pese a que dicen que salvó a muchos judíos del Holocausto porque les permitía entrar en España (siempre que, acto seguido, se largaran a Palestina, claro). Ahora, un segmento de la sociedad española –pro-palestina, aunque no más que Israel, curiosamente– administra la herencia antisemita española y pretende que ese odio ancestral es una idea «avanzada y de progreso»… No me extraña que al embajador le pese su equipaje de recuerdos españoles. Pero, señor embajador, esos odiadores cada día serán menos. Seamos optimistas.

Publicado miércoles, 20 de julio en La Razón

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