Motivación: 'Correr hasta que el cuerpo aguante' por Miguel Angel Barroso.-



Cuando dejó el taxi a los 60 años estaba tan gordo que no se podía ni mover. «Pesaba 110 kilos y cada vez que me tiraba al suelo para hacer alguna chapuza en los bajos del coche era un suplicio. Me dije: “Hasta aquí hemos llegado”. Como no pensaba hacer régimen para adelgazar, empecé a correr. Recién jubilado corrí mi primer maratón de Madrid. Hice 3h.45. Ahora ya me cuesta más: el último año, 4h.50. Pero tengo pilas para rato. No lo dejaré hasta que me dé un patatús. Si no entrenara me aburriría todo el año». Emilio Menéndez, madrileño de aluvión —nació en Asturias pero echó raíces en la capital—, mueve (que no arrastra) sus 76 años y su palmito por el parque Juan Carlos I, donde es el terror. «Los jóvenes no pueden seguirme». Entrena tres días por semana y los domingos se mete cien kilómetros en bicicleta por el carril que llega a Soto del Real. «¿Revisiones? Ni hablar. Los médicos son fábricas de pastillas. ¿Mi mujer? No se queja. No tengo vicios. No fumo ni bebo. Solo corro. Y después de un maratón me subo andando los once pisos hasta mi casa y me “aprieto” una Coca Cola con un culín de whisky, que es bueno para el corazón. Luego, por la tarde, me doy un paseo con la parienta. Al tercer día empiezo a correr otra vez, suave; no hay prisa hasta el año que viene». El abuelo del maratón, con dieciséis participaciones en su haber, presume de tres vástagos bomberos. «Están en forma, pero ninguno tiene mis piernas». Uno de ellos le suele esperar con un nieto en la Casa de Campo para acompañarlo los últimos 15 kilómetros. Cuando llega a la meta se pone una cresta de punki para la foto. «Me gusta mucho el cachondeo». La noche anterior a la prueba duerme mal. Durante las largas horas de sudor no piensa en nada especial; tal vez en la última ruta que ha hecho en bici o en el Real Madrid de sus amores. Conoce, de su época de taxista, cada hito del paisaje urbano. «Voy a mi aire. No sigo demasiado las instrucciones del manual. Me gusta comer de todo, menos lo que recomiendan para esta actividad, los espaguetis y esas cosas. No bebo hasta que llego a los 20 kilómetros, y llevo dos o tres ampollas de glucosa». Pasará los días previos en Ibiza, adonde ha viajado con el Imserso, y allí realizará los últimos entrenos para, llegado el día D, estar en Recoletos y parar su crono en las cinco horas... 42.195 metros después.




Veintiún años más joven que Emilio, pero con una experiencia superlativa, Antonio Gallardo, madrileño de Cuatro Caminos, es un tallo fibroso para quien correr se ha convertido en una terapia. «El día que no lo hago estoy como un animal enjaulado; me falta mi dosis de endorfina. Creo que los maratonianos somos, por lo general, gente más feliz. Nos sentimos en paz con todo el mundo». Acude a la cita con unos folios escritos cuidadosamente a mano a lo largo de más de tres décadas. Sus números asustan: lleva 70 maratones en las piernas (ha corrido todas las ediciones del Mapoma, es decir, 34 con ésta), dos Ironman (la prueba más exigente del triatlón), 105.000 kilómetros (entrenando y compitiendo), otros 131.000 en bicicleta, 2.400 nadando... Su mejor marca la consiguió en Madrid en 1989: 2h.24.27 (siendo un atleta no profesional se quedó a nueve minutos del ganador). «Iba al monte a andar y escalar con mis colegas. A los 22 años nos dio por probar en el maratón. Tardé 4h.35. Iba un rato corriendo y otro caminando. Ahora entreno a profesores y alumnos de la Universidad Carlos III. De aquellos viejos camaradas solo uno aguanta el tirón». Vive con su padre, de 92 años, que es su primer fan y le hace fotos durante la prueba. «Soy muy riguroso con la alimentación —pasta, patatas, legumbres... y, de vez en cuando, carne, pescado y huevos duros). Entreno entre una y tres horas al día, todos los días. Descansar es de cobardes (sonríe). Hay que hacer 60-80 kilómetros a la semana para llegar en buenas condiciones. Corriendo, ¿eh?, nada de trote social. Los que me conocen, se acercan en la línea de salida y me preguntan qué plan tengo. Si les interesa mi ritmo, se acoplan. Hasta el kilómetro 30 vas bien. Luego, lo mejor es olvidar lo que has hecho y pensar en lo que queda. Ah, y si pasas junto a una estación de metro... ¡ni la mires!».






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