Cuando corres en solitario, sin más compañía que la de tus pasos, tu respiración o ese corazón que no deja de latir aunque le fuerces, la mente se apodera de ti por completo. Te dirige, te manda y ordena. No te da tregua. Si quiere que corras, corres; si quiere que pares, al final paras. Sólo ella es la responsable de que sean más o menos los kilómetros que haces.

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