Reflexiones de un fin de semana en Minaya.
Post publicado en Del Todo y de la Nada.
Regresar a Minaya es siempre como volver a una parte de mí que nunca termina de irse. Ese rincón que huele a pan reciente, a calles tranquilas y a conversaciones que parecen suspendidas en el tiempo. Allí, donde la desconexión con lo externo es casi un acto sagrado, me encontré —como tantas veces— con los amigos de la infancia. Somos la misma cosecha, pero cada uno ha llevado una vida distinta.
Con un tercio de Mahou en la mano, hablamos de lo de siempre: la vida, los recuerdos, nuestras pequeñas batallas. Y, como siempre, nos quejamos más de la cuenta, sin darnos cuenta del privilegio inmenso de ser y estar. Ese instante sencillo me llena de felicidad. Pero luego llegan las mañanas. A mis 57 años, me despierto y aparece, sin permiso, la pregunta que se clava como un dedo en el alma: "José Luis, ¿qué has hecho con tu vida?"
Escribir se convierte en refugio. A veces cura, a veces duele. Pero siempre revela.
Pienso en la felicidad como un estado, no como una meta. Algo que hay que cuidar, como quien mantiene viva una llama pequeña para que no la apague el viento. “El corazón alegre es buena medicina” (Prov 17,22), dicen las Escrituras, y me descubro queriendo aprender a alegrar el corazón desde dentro, no por lo que pasa fuera.
Tenemos de todo, pero vivimos una insatisfacción que parece no tener nombre. Confiamos solo en lo más cercano —la familia, los amigos— porque el resto nos desconcierta. Falta cohesión, falta proyecto común, falta sentido. Y, sin embargo, decimos que somos libres. ¿Lo somos realmente?
La libertad, pienso, es antes que nada elegir cómo queremos vivir. Pero sospecho que no reflexionamos lo suficiente sobre qué deseos son realmente nuestros y cuáles nos vienen impuestos. La sociedad de consumo vende libertad envuelta en necesidad. Y uno no sabe si elige o si le eligen.
Los estoicos, en cambio, tenían una claridad luminosa: hay cosas que no podemos cambiar —la muerte, por ejemplo— y, por tanto, no deben consumir nuestras fuerzas. “Enséñame, Señor, a contar mis días para que alcance un corazón sabio” (Sal 90,12). Lo que sí depende de mí es mi carácter, mi capacidad de asumir con serenidad aquello que no controlo y transformar humildemente lo que sí. Quizá la verdadera libertad empieza ahí.
Y entonces llega la nostalgia. Siempre vuelve. Es ese anhelo por un tiempo que ya no está pero que todavía vive en nosotros. Echo de menos épocas en las que confiar era más fácil, en las que el mundo parecía menos fragmentado. Pero la nostalgia no devuelve nada: solo nos recuerda lo que fuimos para preguntarnos qué queremos ser.
Pienso en mis padres. En su fuerza por vivir, en su manera de arañar tiempo a la vida. Y me sorprendo culpándome por no haber vivido suficiente, cuando tal vez debería preguntarme cómo vivir mejor lo que aún me queda.
Con los años uno despierta con gratitud, sí, pero también con esa pregunta honda que no termina de resolverse: ¿qué he hecho con mi vida? Tal vez no sea una pregunta terapéutica. Tal vez sea, simplemente, humana. Así que mejor cambiarla: ¿qué quiero hacer con lo que me queda de vida?
“No os angustiéis por el mañana” (Mt 6,34). Vivir el presente no es resignación, es confianza. No lamentes envejecer: es un privilegio negado a muchos. No es la edad la que desgasta, sino la actitud con la que abrazamos cada año que se nos concede.
Ayer, en tu Minaya, comprendiste algo sencillo y grande a la vez: la vida no se mide por lo que hemos hecho, sino por lo que aún estamos dispuestos a hacer con el tiempo que Dios nos regala.

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